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La leyenda del escudo I

 

Enseña grabada con letras doradas en el real escudo de la cabecera del trono del reino de Astra:

 

Lucha con valentía por este trono si lo quieres. Pero solo los dignos lucirán la corona de Astra.

 

Que aquel que, con suficiente valía, se atreva a retar en justo lance al soberano y venza, se alce como legítimo y nuevo rey de Astra.

Que esta fuerza perviva en ti, mi ama y señora. Guíen tus pasos rectos y sabios reyes que sepan llevarte en pos de tu eterna libertad y gloria. Que se haga tu voluntad, mi hermosa Astra, y que tras mi muerte se cumpla con este mandato la mía.

Fragmento de un edicto de

 

Fragmento de un edicto de

SU ALTEZA REAL KAIRKAS DE MORES-DERTH

 

*          *          *

 

       

          Tenía un nudo en la garganta y no sabía muy bien qué impulso la movía a adentrarse de nuevo en aquel ambiente que recordaba con tanta tristeza, pero había llegado el momento. Mil imágenes se agolparon en su mente y la hicieron dudar de su decisión, pero pudo más la necesidad de afecto que el temor a equivocarse. Esta vez se sentía fuerte, y eso la animó a seguir adelante y llegar hasta la entrada de la ciudad. Si todo volviera a salir mal, siempre podría regresar. ¿O no?...

 

*          *          *

 

          Los pasos del primer ministro resonaban en los corredores abandonados del castillo, seguidos de otros más ligeros, prácticamente imperceptibles. Era casi de noche, y la triste luz de las antorchas no servía más que para caminar sin tropezar con los criados que iban y venían, absortos en sus todavía muchos quehaceres.

          Kálmir se detuvo frente a la puerta que daba al salón del trono, cuya superficie brillaba bajo la tenue iluminación a causa de las incrustaciones de oro. La empujó con fuerza, y el crujido anunció su irrupción. Acto seguido, hincó presto la rodilla en una profunda reverencia, tras la cual se acercó parsimonioso hacia el monarca hasta llegar a su lado, dejando atrás a la visitante.

          El rey Vólguer, cenando impertérrito en una mesa cercana al trono, chuperreteaba sin refinamiento alguno los huesos de la jugosa pierna de cordero que acababa de devorar. Kálmir se aclaró la voz y, señalando el umbral, indicó en un tono suave y comedido:

          —Os solicitan audiencia, mi señor.

          El soberano frunció el ceño intrigado, dejó el hueso en el plato y se esforzó para ver quién aguardaba al otro lado de la puerta.

          —¿A quién, si puede saberse, me traes a estas horas de la noche sin avisar? Acabo de recibir al barón Laess, y al fin estaba cenando tranquilo.

          —Lo lamento enormemente, mi señor, mas creo que lo que he descubierto tras la muralla podría seros de interés —se excusó Kálmir—. Adelante. —Hizo un gesto para invitar a entrar a quien esperaba en la penumbra—. Nuestro señor ha accedido a recibirte a pesar de las circunstancias. Acércate.

          De la oscuridad surgió una pequeña figura que poco a poco fue cobrando forma bajo la luz hasta que se reveló como una chiquilla de unos doce años. Se acercó dubitativa, casi conteniendo la respiración, y apretó los puños decidida antes de situarse a pocos pasos del sorprendido rey. Apenas llevaba ropa; tan solo unos sucios harapos cubrían su cuerpo de forma irregular, sin disimular la precariedad en que vivía. A juzgar por el tamaño y el tipo de vestimenta, parecía habérsela robado a algún campesino despistado. Tampoco llevaba zapatos. Sus pequeños pies, amoratados por el frío y embarrados, encogían los dedos con nerviosismo en el gélido suelo del salón. Tenía una piel blanquísima que, pese a la mugre, contrastaba con el negro intenso de su pelo lacio y descuidado . Sus ojos, ocultos tras una mirada cabizbaja, aún no se habían dignado dirigirse a su anfitrión. A juzgar por su aspecto, era más que evidente que se trataba de una plebeya que jamás se había acercado a un noble. «Uno de esos perros que vienen de vez en cuando a mendigar mi benevolencia», solía decir Vólguer. Quizá hasta fuera huérfana.

          El rey, molesto por el deplorable espectáculo de la pordiosera, frunció el ceño con disgusto y reprendió al consejero:

         —¿Qué significa esto? ¿Me pides que malgaste mi valioso tiempo para mostrarme a una niña harapienta? ¿Qué tiene de particular, si puede saberse? ¿Por qué la traes a mi presencia?

          Ante la irritación del gobernante, Kálmir decidió moderar extremadamente el tono antes de volver a dirigirse a él.

          —Mi señor, permitidme mostrárosla más de cerca —le pidió mientras se acercaba a la niña con un brillo sardónico en su mirada—. La luz es muy escasa a estas horas y no os permite verla con claridad. Echadle otro vistazo, os lo ruego.

          La niña miró a Kálmir de reojo, siguiendo cada uno de sus movimientos, y percibió el tono malintencionado en sus palabras.

          —Bueno, jovencita —musitó el consejero—. ¿Por qué no levantas un poco la cabeza, para que podamos verte?

          La pequeña no separaba los labios, y el ministro, observando el creciente nerviosismo de su señor, respiró profundamente y probó suerte una vez más:

          —Estás asustada —afirmó—. O avergonzada, tal vez. No has de temer nada, criatura; nadie va a hacerte daño. Por favor... —le rogó cordial, instándola a acercarse.

          Aún en silencio, la niña levantó al fin la cabeza, sin dirigir la mirada al grotesco e impaciente monarca. A pesar del abandono, su rostro pueril revelaba unos rasgos de asombrosa belleza, que incitaban a imaginar cuán hermosa llegaría a ser con unos años más. Tenía los ojos grandes y almendrados, aunque no se llegaba a distinguir su color, ocultos tras unas largas pestañas, y unos delicados labios agrietados por el frío de la noche pero no por ello menos hermosos.

          El rey sonrió fascinado, dejando entrever sus dientes amarillentos, y Kálmir observó como comenzaba a retorcerse la barba, como hacía siempre que estaba complacido. Satisfecho con la reacción, volvió a tomar la iniciativa.

          —Ha insistido mucho en venir a veros, majestad. Parecía querer pediros algo. ¿Tal vez necesitas refugio? ¿Comida, acaso? Puedes solicitar lo que quieras, pequeña. Nuestro soberano estará encantado de proporcionarte todas las atenciones —recalcó la palabra con una mirada aviesa a Vólguer— que puedas necesitar.

          La niña miró a Kálmir recelosa. El rey, sin embargo, entusiasmado con el divertimento que parecía haberle encontrado el ministro, dirigió hacia ella una clara mirada de lascivia que la recorrió de arriba abajo, y se levantó mientras se limpiaba la boca con la mano y la manga de la camisa.

          —Ciertamente, la acogeré gozoso unos días, y... quién sabe si hasta más tiempo. —Lanzó una sonora carcajada que resonó por las paredes de la habitación.

          —Entonces, ¿os agrada, mi señor? —indagó el consejero.

          —Bien sabes que sí, viejo pájaro. Pero dime, ¿dónde la has encontrado? —le preguntó sin apartar su obscena mirada de la pobre infeliz.

          —No me creeréis si os digo que apostada en la entrada, ¿verdad? Pasaba por el patio a la hora de cerrar las puertas cuando he oído el barullo de los guardias. Cuando me he acercado, la niña me ha preguntado por vos; mostraba sumo interés en conoceros. Desde luego, no me ha parecido oportuno dejar que tan preciosa jovencita pasara la noche a la intemperie, pudiendo conocer el abrigo de vuestra infinita generosidad —expuso sonriendo con malicia.

          —¿En serio? —se sorprendió gratamente el soberano—. Y dime, pequeña, ¿puedo saber por qué tenías tanto interés por verme? Estaré encantado de complacerte como mereces —apuntó lujurioso.

          Ella, que había callado durante todo ese tiempo sin perder detalle, sintió esa amarga náusea que tanto detestaba y tragó saliva para contenerla. Le temblaban las piernas, pero procuró demostrar entereza. Aquellas miradas... Parecía conocerlas tan bien que le bastaron unos instantes para escudriñar el interior de aquellos hombres y averiguar sus sucias intenciones. Cerró los ojos para abstraerse en sí misma y reunir el valor suficiente, y al cabo de un momento levantó la vista y la clavó en Vólguer con decisión, con una profunda mirada de odio que lo atravesó de parte a parte. La luz de las antorchas reveló al fin el extraño color violeta de sus ojos, que brillaban como amatistas con un aspecto tan hermoso como amenazador, aunque al principio nadie pareció reparar demasiado en ello. Tenía claro a qué había ido, que debía confiar en sí misma y que estaba dispuesta a alcanzar su objetivo a cualquier precio. Su voz infantil se elevó entonces, cristalina; dejó de lado el temor que la aferraba y se atrevió a preguntar al monarca:

          —¿Eres el rey?

          Este, sorprendido por la inesperada pregunta de la chiquilla, rio sonoramente mientras señalaba la corona de oro y rubíes que descansaba en la mesa junto a él.

          —¿Es que no la ves? —contestó jocoso—. Yo soy Vólguer de Reinwind, soberano del reino de Astra. ¿Acaso no me conoces?

          La pequeña procuraba mantener la calma, pero lo cierto era que el corazón le palpitaba con tanta fuerza que temía caerse redonda.

          —Esa corona —dudó un instante—... impide que la gente te haga daño. Te respetan, ¿no es así?

          El soberano enarcó las cejas, perplejo, y rio aún más fuerte.

          —Así es, sí. El poder y la fuerza de Astra me amparan. Pero dime, ¿a qué vienen esas preguntas?

          —En el pueblo se cuentan leyendas. Hay una que habla de un escudo con letras doradas que se encuentra sobre el trono de Astra, y de un edicto que todos respetan. —Miró entonces hacia arriba y descubrió con asombro que existía realmente—. Según dicen, se trata de una antigua ley, por la cual, quien luche contra el rey y venza adquiere el derecho de sentarse en el trono y lucir la corona. Tú lo conseguiste así, ¿no es cierto? —indagó con interés.

          El monarca calló entonces, visiblemente incómodo. Era cierto. Así había sucedido años atrás cuando, de joven, reclamó su derecho a enfrentarse al monarca anterior. Se batieron en justo lance y, tras vencer, recabó para sí la gloria y el ansiado premio, tal como estaba escrito.

          Kairkas, uno de los primeros y mejores gobernantes que había conocido Astra, y que murió sin descendencia, no deseaba mantener un reinado que se perpetuara de padres a hijos. Sabía del mal hacer de herederos que no se habían esforzado por cuidar su legado, lo que había dado lugar a abruptos golpes de estado y sucios intentos de asesinato que, inevitablemente, debilitaban al país. Había promulgado aquel edicto con la intención de forzar a que quien quisiera el trono, independientemente de su ascendencia, a luchar por él en buena lid. Así, Astra siempre estaría regida por hombres fuertes y valientes, capaces de protegerla de futuras amenazas y hacer perdurar su espíritu. Ante la prosperidad que gracias a Kairkas habían vivido, todos lo habían respetado desde entonces.

          Pero ¿por qué lo interrogaba aquella mocosa? ¿Se trataba de una broma? ¿De una conspiración del populacho, acaso? ¿Qué podía pensar, si no, de aquella niña salida de ningún sitio que le hablaba de ese modo? Volvió a encontrarse con sus ojos. Aquellos grandes y extraños ojos violáceos, que perseguían su esquiva mirada exigiendo una respuesta, parecían haberse clavado en los suyos y lo forzaban a contestar. Molesto por semejante impertinencia, respondió a gritos:

          —¿Y qué demonios pasa si lo es? Esa ley existe en Astra desde hace mucho, pero a estas alturas no es sino una leyenda estúpida y sin sentido, que en nada importa a una mocosa que apenas levanta dos palmos del suelo. Dime, ¿quién te envía? ¿Quién es el cobarde que manda a una chiquilla a importunarme con preguntas malintencionadas? Vamos, ¡habla! —exclamó, perdiendo los nervios—. ¿Quién es el traidor que se esconde bajo tus faldas?

          La niña sintió que de nuevo se le aceleraba el pulso. Lo que había oído tantas veces era cierto. En tal caso, estaba decidida a probar suerte.

          —Entonces no era mentira... —Sonrió ensimismada, sin prestar atención al monarca.

Vólguer se levantó, se colocó el cinturón por debajo de la barriga y dio un par de pasos al frente, indignado por la falta de respeto.

          —Pensaba acogerte, siempre y cuando supieras comportarte, pero veo que no eres más que una cría impertinente sin modales que no se merece la menor cortesía, y no toleraré que te mofes. ¡Soy yo quien hace las preguntas, y no tú, mentecata! —exclamó irritado.

          —Mi señor, por favor, no vale la pena que os molestéis en hablar con tan insignificante criatura —Kálmir intentó aplacarlo mientras miraba con desprecio a la niña—. ¿Por qué no, mejor, encerrarla en los calabozos? Ya veréis como así aprende a trataros como debe; la próxima vez contendrá mejor esa lengua.

          La niña miró al ministro con odio, amenazándolo con la mirada. El escuálido consejero retrocedió un paso, intimidado, y tras fijarse descubrió con asombro que el color de aquellos ojos no podía pertenecer a un ser humano. Palideció al instante.

          —¿Lo has oído? —dijo el rey, dirigiéndose a ella—. Puedo hacer contigo lo que se me antoje. Así pues, contesta. ¿Quién te envía?

         —Nadie —respondió—. Nadie me envía para molestarte, rey —insistió, sintiendo como la rabia iba invadiéndola por momentos—. Solo quería ver si era verdad lo que contaban, y ahora que lo sé, quiero la corona —expuso mientras extendía la mano en claro signo de demanda—. Dámela y no te haré daño.

          Vólguer abrió los ojos, perplejo, y al poco se echó a reír, mientras Kálmir aguardaba en silencio, asaltado por un mal presentimiento.

          —¿Daño?, ¿tú a mí? —se mofó el soberano, cansado de aquel juego—. ¿Cómo osas amenazarme de esta forma? ¡Jamás perdonaré esta injuria! ¡Guardias! —llamó encolerizado—. ¡Prendedla! ¡Llevadla abajo y arrojadla a la mazmorra más profunda!

          En ese momento se abrieron las puertas para dar paso a dos fornidos soldados que, engalanados con la insignia real, se acercaron resueltos a la niña para cumplir el mandato.

          —¡Lleváosla! —Enfatizó la orden con un gesto de la mano—. Ya decidiré más adelante qué hacer con ella. Y escúchame bien —le dijo a la pequeña, amenazador—, nadie más que yo gobernará en Astra, ¿has oído? Y si permito que vuelva a darte la luz del sol y veas a esos bastardos que te envían, podrás decírselo de viva voz. Te aseguro que esta broma de mal gusto te costará cara. ¡Que una pordiosera como tú pretenda hacerse con mi corona como si fuese una baratija!...

          En cumplimiento de los deseos de su señor, un guardia la asió del brazo con brusquedad, sin darle tiempo para replicar, pero nadie habría podido prever la reacción de la niña. Todos los presentes sintieron como una fuerte oleada de ira se desprendía de su cuerpo y llenaba la estancia de una extraña neblina violácea. Las velas se apagaron. A continuación, el hombre que la asía empezó a gritar de dolor mientras humeaba, recorrido por los rayos que comenzaron a surgir de la pequeña, hasta que cayó al suelo fulminado. Su compañero desenvainó la espada y la alzó contra ella, pero no tuvo tiempo de alcanzarla antes de que se adelantara y liberase una mortal descarga que brilló en la oscuridad. Los rostros del rey y su ministro quedaron petrificados por el terror mientras contemplaban los cadáveres de sus hombres, que desprendían un desagradable olor a carne quemada.

          La muchacha respiraba con agitación. Tenía náuseas y sentía el corazón desbocado. Intentó no pensar en nada, no mirar a los muertos que había a sus pies, para que la rabia la invadiera y recorriera su cuerpo sin remordimientos, dotándola de seguridad y una fuerza sobrehumana. Se acercó a ellos de nuevo, desafiante, pasando por encima de los cadáveres, mientras su pelo ondeaba en el aire como una maraña viviente y sus ojos se encendían como tizones que iluminaban la penumbra.

          —La quiero. —Volvió a señalar la corona conforme se aproximaba al rey, que empezaba a retroceder atemorizado—. Te la he pedido por las buenas y no me has hecho caso. Dámela. Yo tengo el mismo derecho a llevarla y, como a ti, no me importa conseguirla por la fuerza.

          Levantó el brazo y, como si de un terremoto se tratara, el suelo comenzó a temblar con un terrible estruendo, mientras la niña los miraba rodeada de aquella niebla maligna que la envolvía, enrareciendo el aire cada vez más.

          —¡Es un demonio, mi rey! —gritó el ministro, espantado—. ¡Una bruja venida de los confines del mundo para matarnos! ¡Se llevará nuestras almas al averno si no hacéis lo que os dice! ¡Dádsela! ¡Dádsela, por lo que más queráis, y salvemos la vida! ¡Dádsela para que se marche!

          El monarca, aunque asustado, no pensaba ceder sin oponer resistencia. Se colocó en la cabeza la preciada insignia y, cegado por la cólera que se acrecentaba en su interior, desenvainó la espada y clamó:

          —¡Ningún demonio me robará mi trono! ¡No! ¡Nunca!

          El acero resplandeció, alumbrado por el fulgor de los terroríficos ojos de la niña. Silbó al cortar el aire, y a continuación se oyó un gemido casi imperceptible. Lo siguió un doloroso silencio mientras la sangre chorreaba hasta el suelo, empapando la gruesa alfombra del salón. Los ojos desencajados de Kálmir relataron la tragedia. El rey bajó la cabeza para mirarse el abdomen. Una mancha roja se extendía a sus pies e impregnaba la sala de un amargo olor a sangre. Sintió la muerte acudir con presteza. La niña retiró lentamente el brazo con que atravesaba el cuerpo de Vólguer sin siquiera detenerse a mirarlo, y estiró la mano hacia el preciado objeto salpicando los ya rojos rubíes. El monarca titubeó un instante, aún con los ojos desencajados. Tras dejar caer la espada, agarró con fuerza la corona y se desplomó. Aún sujetaba el preciado tesoro cuando expiró, poco después.

          Kálmir contempló horrorizado al rey muerto que regaba el suelo con su vida, y a su asesina que, al lado, se alzaba fría e inmutable mientras dirigía su mirada hacia la brillante corona. De un tirón la arrancó de la mano de su antiguo dueño, y se volvió para mirar al consejero cuando la guardia, alertada por el estrépito, invadió la estancia.

          —¡A mí, a mí! ¡Socorro! —gritó Kálmir, tembloroso, mientras señalaba a la niña. ¡Esta bruja... ha matado al rey! —tartamudeó—. ¡A Vólguer! ¡No dejéis que escape!

          Los treinta guardias se lanzaron sobre ella y la rodearon, cortándole cualquier posible huida. No preguntaron. Las espadas se alzaron al unísono y avanzaron veloces hacia la intrusa. El ministro apartó la vista. Entonces, un fuerte estallido hizo retumbar todo el salón, descolgando cuadros y escudos y derribando los objetos de las mesas. Kálmir reunió el poco valor que le quedaba y, a pesar de todo, se volvió a tiempo para observar como los guardias salían despedidos contra la pared entre gemidos de dolor.

          —¡Idiotas! —bramó indignado—. ¿Qué rayos estáis haciendo? ¡Levantaos, inútiles, y cargad de nuevo! ¡Matadla!

          Aunque aturdidos, se incorporaron y arremetieron nuevamente contra ella. La niña abrió con desmesura los ojos, y la intensa luz que desprendían les hizo apartar la vista y detenerse al instante. Mientras, levantó los brazos y todo se estremeció de nuevo.

          —¡No soy una bruja! ¡Ni tampoco un demonio! —gritó furiosa—. ¡He derrotado a vuestro señor justamente, como dice la ley, y su corona me pertenece! ¡Quien se atreva a dar un paso más morirá!

          Inseguros, los guardias se detuvieron, pero Kálmir los azuzó sin darles tiempo para pensar.

          —¿Qué hacéis ahí parados? ¿Os habéis vuelto locos? ¡Vengad a vuestro rey! ¡Es magia negra, seguro! ¡Una bruja! ¡No es a esto a lo que se refiere la inscripción! ¡Lo sabéis! Si no, ¿cómo explicáis sus poderes? ¡Y esos ojos...! —señaló espantado—. ¡Es un lobo con piel de cordero!

          Todas las miradas se centraron en las dos penetrantes amatistas. El rostro ensangrentado de su dueña, junto con su pavorosa expresión, no dejaba lugar a dudas. Aquella no era una niña normal; tampoco era noble, y las malas artes no la hacían merecedora del trono de Astra. La corona no podía quedar en sus manos. De nuevo se lanzaron contra ella, haciendo caso omiso de su advertencia. Entonces, el temible brillo de sus ojos cobró intensidad, y los desdichados soldados se llevaron las manos a la cabeza, invadidos por un intenso dolor que los hizo caer de rodillas. Les sangraban los oídos y sentían que les hervía el cerebro dentro del cráneo.

          Un coro de alaridos envolvió entonces el salón del trono. El ministro se escabulló entre los desdichados y consiguió ponerse a salvo tras la gigantesca puerta. Apartó la vista mientras sus hombres se retorcían suplicando en vano que cesara la tortura. Se desplomaron contra el suelo casi a la vez, y sus ojos consumidos por el fuego se fueron apagando.

          Kálmir quiso huir, pero un fuerte viento lo empujó al salón del trono y cerró las inmensas puertas tras él. Se arrastró por el suelo ensangrentado esquivando los cuerpos inertes, intentando ocultar su presencia a aquel perverso engendro. Pero la niña avanzó hacia él con calma, con la corona en la mano, hasta detenerse a su lado. Aquellos ojos se clavaron en él, y ya presagiaba que haría compañía a los caídos cuando, para su asombro, oyó:

          —No soy una bruja ni un demonio. Mi nombre es Yami, y a partir de hoy seré tu reina y la de todos los que viven en Astra. Tu rey ha muerto, y ahora me respetaréis como la nueva dueña de esta corona, en cumplimiento de esa ley. —Señaló el irrevocable mandato que colgaba de la pared—. Quiero darme un baño, y además tengo hambre.

          Kálmir no podía creer que todavía estuviera vivo. Parecía que, por fortuna, no pretendía matarlo de momento. Pero ¿le duraría mucho la suerte, o se esperanzaba en vano? Se preguntó cómo era capaz la recién llegada de hablar con normalidad después de haber provocado tal caos. ¿Por qué los castigaban los dioses permitiendo que un demonio se hiciera con el trono? ¿Qué suerte correría el reino de Astra? Tras unos instantes de inmovilidad, notó que las piernas volvían a responderle y, casi de un salto tras notar el desagrado de su nueva ama ante la tardanza, se irguió presto.

          —No me gustas —aseveró ella, mirándolo con desconfianza—. Si intentas hacerme daño, te mataré —amenazó con frialdad.

          El consejero se echó a temblar, ceniciento, y se apresuró a hacer una reverencia exagerada antes de retirarse a cumplir la orden y perderse de vista.

          Cuando se quedó a solas, la niña miró brevemente a su alrededor. Todo estaba bañado en sangre, al igual que ella misma, y el olor de la muerte llegó hasta su pituitaria y le provocó esas terribles náuseas que por todos los medios intentaba controlar. Incapaz de seguir reprimiéndolas, se inclinó para vomitar, aunque con ello no atenuó el desasosiego. ¿Qué había hecho? Y ahora, ¿qué? ¿Había sido buena idea, después de todo? Pero ya no tenía sentido pensar en lo ocurrido. No había vuelta atrás y, por increíble que pareciera, Astra tenía una nueva soberana. Se levantó mientras las piernas amenazaban con devolverla al suelo y se dirigió al trono sin mirar los cadáveres que se extendían por doquier. Se sentó y, tras limpiarse el antebrazo con el grueso manto que cubría el trono, se envolvió en él hecha un ovillo y cerró los ojos con fuerza. Apartó de su cabeza aquellas imágenes que la atormentaban y se meció con desasosiego, mientras las lágrimas que recorrían su rostro dejaban un reguero de humedad y descubrían la piel a su paso. Las velas volvieron a encenderse.

 

*          *          *

 

     

          Hacía frío en el dormitorio a pesar de que la chimenea ardía con fuerza. En el exterior, un viento helado silbaba entre los árboles y hacía que sus ramas golpearan el cristal. Las paredes estaban recubiertas de tapices con motivos de caza, así como una gran colección de relucientes armas de distintas clases y tamaños. La enorme cama permanecía inmaculada, todavía sin deshacer. Bajo ella se acurrucaba hecha un ovillo la pequeña, tapada con el áspero manto que había improvisado como cobertor. El suelo no era tan incómodo gracias a la enorme alfombra que lo cubría.

          Todo a su alrededor estaba cargado de un intenso olor a hombre, y en el ambiente se entremezclaban sensaciones que solo ella era capaz de percibir. Su don. Su maldición. Sintió la fuerte presencia del dolor y la lujuria, el sufrimiento de esas chicas que se perdía en la inmensidad de la noche, y durante un instante tuvo miedo. Miedo de arrepentirse de haber vuelto para de llenar ese vacío; miedo de que alguien traspasara el umbral mientras dormía y acabase con su vida, si las fuerzas la abandonaban y no oía el sutil crujido de la puerta al abrirse.

          Estaba agotada, vencida por el tremendo esfuerzo que había realizado por no querer mostrar la más mínima debilidad. Sin embargo, lo cierto era que había llegado al límite, y en el sosiego de la noche acusaba más el cansancio. Recordó con nostalgia la sencilla calma del bosque que durante tanto tiempo la había acogido. Pese a todo, debía ser fuerte y continuar. Había regresado para unirse a los que eran como ella, para sentirse viva de nuevo y olvidar el pasado, con sus amargas palabras. Pese al miedo, el odio y los prejuicios, debía ser valiente y luchar. Sus párpados parecían caer como pesadas lascas de piedra. A pesar del hambre que aún sentía, al no haberse atrevido a llenar el estómago por el súbito temor de ser envenenada, un sopor incontenible la fue invadiendo poco a poco. Tras resistir cabeceando unas cuantas horas, no pudo más y se entregó a los sueños.

          Mas había alguien, en otro lugar del palacio, que no dormía. Kálmir vagaba inquieto por la habitación y no dejaba de dar vueltas a la idea. ¿Una chiquilla plebeya en el trono? ¿Una bruja sanguinaria, reina de Astra? No, no podía ser verdad. Todo debía de haber sido una horrible pesadilla de la que aún no había logrado despertar. No era real; seguro. Pero ¿cómo negar la evidencia? ¿Cómo olvidar la sangre, los gritos, la muerte... y esos ojos?

          El ministro era un hombre frío y calculador, y de momento no había tenido demasiados problemas para llevar a cabo sus planes utilizando la figura del monarca como respaldo y manipulándolo como si fuera un títere. Pero esto era distinto. Sabía que la niña lo detestaba y que había adivinado qué pretendían hacer con ella. Lo presintió cuando le clavó aquellos profundos ojos violetas que lo atravesaban hasta el alma. Y era evidente que, a menos que se moviera con cautela, no viviría para contarlo. «Piensa», se dijo. ¿Cómo arreglárselas para quitar a la cría del medio? ¿Cómo...? Y si no era posible..., ¿qué medidas tomar? Si tan solo pudiera ganarse su confianza, quizá pudiera resultarle más provechosa aquella situación que la anterior, con Vólguer. Mas ¿cómo llevar a cabo tal empresa? Ahora estaba solo; los pocos nobles fieles y la mayoría de los soldados habían huido, y los que quedaban no sumaban más de una veintena. Sabía que los aristócratas no dejarían las cosas tal como estaban; que se agruparían sin tardanza e intentarían tomar el castillo por la fuerza en venganza por el brutal asesinato de su rey, y también tenía en cuenta que si finalmente se mantenía al lado de aquella desconocida, pese al amargor y la repulsión que eso le causaría, no tardarían en tacharlo de traidor, con lo que su vida correría peligro igualmente. La cuestión era decidir bajo qué árbol cobijarse. Los poderes de la niña eran grandes. Cuando regresaran a presentarle batalla, nadie garantizaba que fueran capaces de vencerla. Y si sucumbían, como los otros, su cabeza sería la siguiente en caer a manos del engendro. ¿Había, pues, esperanza para él? Y si no, ¿debería plantearse ceder su lealtad a esta extraña y nueva reina? Ambicioso como era, y calculador hasta la médula, tras meditarlo no creyó oportuno abandonar su cargo de primer ministro ni apartarse del abrigo de las murallas. Si la derrotaban, algún noble ostentoso lograría coronarse, y en tal caso no podía saber si requeriría sus servicios o preferiría ajusticiarlo. La muchacha, sin embargo, por muy demonio que fuera, era improbable que tuviera los conocimientos necesarios para manejarse y gobernar el reino sola. Necesitaría de sus consejos y su saber, y si lograba que dependiera de sus muchas habilidades, sí que podría tener una garantía real de supervivencia. El siguiente paso, pues, consistía en rechazar la ofensiva que predecía y mostrar su apoyo incondicional a la nueva soberana, para consolidar su poder en este nuevo reinado. Daba igual lo mucho que le costara, así como la aprensión o el temor que sintiera hacia ella. Tras su largo cavilar, la luz del alba empezó a colarse por los resquicios del opaco cortinaje de su habitación.

 

*          *          *

          En el dormitorio principal, los primeros rayos del sol traspasaron las cortinas e irrumpieron en la estancia, disipando la penumbra. Cuando la niña abrió los ojos dio un brinco, sin saber muy bien dónde estaba. Después de hacer memoria y centrarse, levantó lentamente los cobertores con que se arropaba bajo la cama y se asomó cautelosa. Tras echar un vistazo a su alrededor, se decidió a salir para estirar las piernas. A decir verdad, se le habían resentido bastante por haber dormido en el suelo, a pesar de que nadie estaba más acostumbrado que ella a pasar la noche a la intemperie. Después de desperezarse, asearse un poco y ponerse la ropa que le habían dejado preparada, se dirigió a la ventana para echar un vistazo. Daba al patio de armas, que ahora mostraba un aspecto vacío y desolado. Únicamente tres o cuatro soldados montaban guardia a las puertas de la imponente fortaleza. Divisó también la escarpada sierra en el horizonte, que a esas horas se bañaba de una cálida y hermosa luz rosácea. Como incitada por el paisaje, sintió un fuerte deseo de asomarse y abrió la ventana de par en par y aspiró a fondo la fresca brisa que invadió la habitación. Renovada por su pureza, salió al pasillo.

          Guiada únicamente por el instinto y su fino olfato, sin prestar atención a las miradas intranquilas que la seguían, llegó hasta una inmensa cocina donde varios criados se arremolinaban en torno a una gran mesa de madera repleta de deliciosos platos, a cuál más apetecible. Un rugido en su vacío estómago, y el dulce aroma de los pasteles y los asados recién hechos, le hicieron tragar saliva. Sin preguntar siquiera, se sentó ante los atónitos sirvientes, que enmudecieron al verla. Tras echarles un vistazo, observó como uno de ellos aún sostenía en su temblorosa mano un gran pedazo de pan con mantequilla por la mitad y, sin mediar palabra, le robó la rebanada y se la llevó a la boca con premura, pues sin duda no contendría veneno alguno. El asustado sirviente no pudo evitar dar un salto atrás. En ese instante, una mujer regordeta con chapetas coloradas en las mejillas la miró sonriente, a la par que asombrada, y le dijo risueña:

          —Vaya, mi niña, veo que te ha gustado. Pero no deberías comer del plato de otros. Tendrías..., digo..., tendríais —se corrigió—, tendríais que desayunar en el comedor del castillo; este no es lugar apropiado para una reina.

Al oír la palabra reina, todos los presentes recuperaron la movilidad, y medio atragantados, con la comida aún en la boca, se apresuraron a volver a sus tareas llevados por el temor a las represalias.

          —Ya veis, majestad, nos quedamos solas —expuso la mujer con resignación mientras todos desaparecían por la puerta como alma que lleva el diablo—. Tampoco es que fueran una gran compañía. Esos bribonzuelos cometartas arrasan con todo lo que ven y encima me dejan con la cocina hecha un asco, en vez de limitarse a hacer su trabajo y ayudarme con todo lo que queda todavía por hacer. Si por lo menos fueran agradecidos... Pero no, ni una sola muestra de gratitud recibo a lo largo de todo el día. ¿Podéis creerlo?

          La niña quedó sorprendida por la familiaridad con que aquella incauta le hablaba, y una pequeña sonrisa amenazó con aflorar a su rostro. La reprimió. La cocinera, muy lejos de ver en ella el temible monstruo del que se hablaba, y dado que hacía años que detestaba hasta lo más profundo al difunto rey y sus mezquindades, no podía evitar un buen presentimiento sobre la pequeña que tenía ante sus ojos. Quizá fuera una locura, pero el corazón le decía que no tenía nada que temer de aquella niña que la miraba con cara de desconcierto. Sin dar importancia al inusual color de sus ojos, continuó hablando:

          —En fin, como os decía, no podéis quedaros aquí. No es bueno que os vean mezclaros con la servidumbre. No es que esté mal, pero por ahí hay mucho malpensado que podría perjudicaros. Las calumnias son lo peor que hay, porque siempre dejan la duda de si es cierto o no. Como dice el refrán: «Calumnia, calumnia, que algo queda». La gente es así. No debéis dejar que vuestra reputación se estropee más aún —concluyó, sin darse cuenta de lo inoportuno de su consejo.

          La chiquilla, desconcertada por el trato, no podía dejar de preguntarse si estaría al tanto de lo sucedido el día anterior. Pero estaba claro que sí; de lo contrario no la habría llamado majestad. ¿Cómo era capaz de hablarle sin temor, como si la conociera desde siempre? Entonces..., ¿no tenía miedo? Al parecer, no. O tal vez era una imprudente parlanchina capaz hablar hasta con el más terrorífico demonio. En cualquier caso, le gustaba esta nueva desconocida.

          —Te agradezco el consejo. Solo he venido a comer algo, y además, tampoco me importa lo que piensen —aseveró—. Dime, ¿cuál es tu nombre?

          —¿Mi nombre?... Rhona, majestad. Y desde hoy voy a ocuparme de que os alimentéis como es debido. Fijaos, ¡si estáis en los huesos! Lo habéis pasado mal, pero espero que este cambio sea para mejor, y que no os encontréis con demasiadas dificultades; aunque las habrá, por desgracia —apuntó con tristeza—. Pero bueno, ya que estáis aquí, hoy haremos una excepción: os daré a degustar mis mejores platos, y ya os adelanto que son de lo mejor que hayáis probado en la vida. Eso sí, nada de remilgos, ¿eh? —le advirtió medio sonriente con la vana esperanza de arrancar otra sonrisa a la niña, por leve que fuera.

           Así, Yami se llenó el estómago más que en toda su vida, y aún saboreando el delicioso postre, decidió que si iba a vivir en el castillo, ya era hora de echarle un vistazo. Las paredes estaban recubiertas de enormes tapices, que alegraban el pasillo que conducía al salón del trono y a diversas estancias. La fortaleza parecía haber quedado vacía después de la muerte del rey, y únicamente los criados a los que había podido más la necesidad que el miedo permanecían en ella, a regañadientes. Yami se percató del silencio que lo embargaba todo y sintió la soledad que desprendían los pétreos tabiques. No había avanzado más de diez pasos cuando se le apareció Kálmir vestido ostentosamente y, procurando apartar sus temores para parecer lo más natural posible, se apresuró a inclinarse ante ella con una exagerada reverencia.

          —Majestad..., veo que ya os habéis levantado. Esperaba impaciente por veros de nuevo, mi señora —dijo con hipocresía—. Hay tantas cosas que debo enseñaros acerca de palacio, tanto que contar y explicar... Pero perdonad mi impaciencia. Decidme, ¿por dónde queréis que empecemos? Os pondré al día —indicó cordial.

La niña lo miró despectiva y con desconfianza, y se mantuvo a la espera sin decir nada. El ministro, tras ver que no parecía dar muestras de hostilidad, se aclaró la voz y, haciendo caso omiso del desinterés de su interlocutora, prosiguió:

          —¿Habéis mirado esta mañana por vuestra ventana al levantaros? —le preguntó mientras se acercaba a un pequeño balcón para mirar con inquietud al exterior—. El castillo está sin tropas, mi señora. El único contingente que nos queda es un puñado de hombres, que aun en este momento se preguntan si merece la pena quedarse o no. ¿Tenéis idea de qué hacer si los desertores intentan derrocar vuestro reinado? —inquirió fingiendo preocupación por su bienestar—. Deberíais plantearos ejecutar una buena defensa y empezar a actuar como la reina en que os habéis convertido —le sugirió—. Así podréis estar preparada si sucede lo peor.

          —No me interesa nada de lo que dices ni me preocupan esos de los que hablas —cortó, desabrida—. Si quieren regresar al castillo para arrebatarme lo que es mío, que lo intenten y luchen por ello. No me dejaré vencer tan fácilmente. Que vengan —declaró con firmeza.

El ministro se alarmó ante la evidente falta de sensatez que denotaba la niña. La idea de quedarse de brazos cruzados esperando lo que sin lugar a dudas sería un cruento ataque no le agradaba especialmente. Ni tampoco aquel desinterés, aunque era algo que ya se esperaba. Debía tener paciencia para lograr ganarse su confianza y convencerla de que no hacer nada, como parecía pretender, era entregar en bandeja el castillo y las cabezas de todos aquellos que permanecían en él, ya que sin duda los acusarían de traición. Respiró hondo y, una vez más, intentó hacerla entrar en razón:

          —Pero mi señora... ¿Cómo pretendéis salir airosa de esta situación si ni siquiera disponéis de un ejercito? ¿No os dais cuenta de que, de esta forma, lo único que conseguiréis será...?

          —¡No me interesa, te digo! —volvió a interrumpir, autoritaria—. No tengo por qué preocuparme. Yo en tu lugar temería más la posibilidad de morir a manos mías que a las de esos que una vez lucharon por tu rey —apuntó, mirándolo con resentimiento por lo sucedido el día anterior.

          Kálmir se estremeció al oírla. De nuevo, sus extraños ojos se encontraron con los de él y lo obligaron a bajar la vista de inmediato, sobrecogido por el temor a las represalias. Lo había intentando. Ya no podía hacer nada más; si seguía insistiendo, probablemente terminaría muerto. Así pues, pese a la rabia y la impotencia, asintió respetuoso a modo de despedida.

          —Como deseéis, mi reina —dijo antes de dar media vuelta y alejarse de la vista de la monarca.

          Cuando se quedó sola respiró pesarosa. Jamás había tenido que hablar tanto con nadie. Pese a haberse convertido en la reina, todo era demasiado complicado y no sabía muy bien qué hacer. Dudando de su decisión de haber tomado el castillo, y sintiéndose perdida, salió para quitarse el mal sabor de boca que le había dejado el consejero.

          Desde el exterior, la formidable fortaleza se descubría con otros ojos. Se alzaba ufana sobre unos sólidos cimientos excavados en la roca viva de un color entre gris ceniza y amarillento, tan alta e imponente que hacía falta inclinarse hacia atrás para abarcarla con la vista. La sobriedad del edificio infundía respeto solo con mirarlo; únicamente las ventanas, las almenas y las torretas rompían su pétrea monotonía. Debía de haber sido extremadamente complicado erigirla, pensaba conforme la observaba. Nunca había estado en un castillo; ni siquiera había tenido la fortuna de poder detenerse a contemplarlo. A la luz del día resultaba mucho más grande e imponente de lo que le había parecido en un principio. Era sin duda soberbio. Después de mirarlo detenidamente durante un buen rato, cientos de preguntas se agolparon en su cabeza. Era cierto que apenas veía soldados en el patio, y si el ministro tenía razón y la asaltaban, una vez más debería usar sus poderes para defenderse, pues tras lo ocurrido, ¿qué soldado en su sano juicio iba a servirla y luchar por ella voluntariamente? No..., seguía estando sola, de eso estaba segura. Apesadumbrada por esos pensamientos, suspiró con desazón y prosiguió su deambular. Descubrió entonces los hermosos jardines de la parte trasera del castillo y, apartando sus temores de momento, se recreó rozando con los dedos los suaves pétalos de las flores y sonrió para sí. Algo más retirado encontró un pequeño estanque de piedra reverdecida por el musgo, en el cual flotaban plantas acuáticas. Se acercó, se sentó en el borde y metió sus pequeñas manos en el agua para juguetear en su superficie, añorando el lago del bosque.

I          nmersa en sus pensamientos, no reparó en que el día había dado paso lentamente a una tarde anaranjada que amenazaba con teñir el cielo de rojo y violeta en poco tiempo. Alzó la vista con hastío y volvió a suspirar entristecida, sintiendo de nuevo como aquella profunda soledad de la que huía la envolvía hasta lo más hondo. Fue entonces cuando lo oyó. De poca distancia le llegó un claro sonido metálico, seguido de unos golpes rechinantes y acompasados que llamaron poderosamente su atención. No tardó en aproximarse a indagar su procedencia, y tras torcer una esquina descubrió una pequeña herrería en la cual brillaba una fragua ardiente. Se acercó a la puerta y miró hacia el interior con curiosidad. Allí, rodeado de cientos de armas y herramientas, un corpulento herrero que no se había percatado de su presencia se afanaba golpeando con una maza un pedazo de metal candente sobre un desgastado yunque y, de tanto en tanto, apartaba con su hosca mano el sudor que le corría por la frente ennegrecida. En ese momento, el fuerte olor a leña quemada y cenizas llegó hasta ella, entremezclado con un ligero toque a alcohol que le hizo llevarse la mano a la nariz con desagrado.

          —¿La traes, o qué? —espetó el hombre, malhumorado. Echó mano de una jarra de vino y bebió un largo trago—. ¡Owen! ¿Es que te has quedado sordo? —gritó de nuevo, secándose los labios de mala gana—. ¿Dónde demonios está esa agua?

          Al poco, un chiquillo delgaducho hizo acto de presencia por una puerta trasera, arrastrando un pesado cubo rebosante que llenaba el suelo de salpicaduras. Tendría poco más de once años, y en su rostro se acusaban rasgos de cansancio, probablemente debido al duro trabajo y a no haber dormido bien en mucho tiempo. Tenía el pelo castaño claro, casi rubio, y sus ojos color miel denotaban una chispa de inteligencia y picardía poco común en un chico de su edad.

          —¡Ten cuidado, mocoso del demonio! ¿Quieres que me mate de un resbalón? ¡Mira cómo lo estás poniendo todo! —vociferó—. Jamás debí dejarme convencer por la furcia de tu madre para traerte de aprendiz. ¡No sirves para nada!

          —No habléis así de mi madre —replicó el niño sin miedo, apartándose el descuidado flequillo de la frente—. Hizo lo que consideró mejor para mí. Además, erais vos el que necesitaba un ayudante. Si no fueseis tan intransigente con vuestros aprendices, no tendríais que haber recurrido a ella para que yo viniera a ayudaros.

          Tras la desairada respuesta del muchacho, el herrero pareció enrojecer por momentos y dio la impresión de estar a punto de estallar. Abrió los ojos de par en par, irritado, y una vena de su frente empezó a palpitar mientras dejaba caer de malos modos el pedazo de hierro que estaba trabajando. Tumbó de una patada el balde de agua, que se derramó por el cuartucho, se aproximó al muchacho y lo levantó por el cuello de la camisa hasta ponerlo a la altura de sus ojos.

          —Mira, mequetrefe, no necesito tu ayuda para nada, ¿me oyes? —soltó, echándole el pestilente aliento a la cara—. Ya es bastante tener que cargar contigo para que encima me intentes enseñar modales. ¡Te los metes por donde te quepan! —añadió, zarandeándolo—. Y si te acepté como discípulo fue porque tu madre se me abrió de piernas y me suplicó ayuda. Por eso, y porque conocía al desgraciado de tu padre, te permito que me lamas las botas y me sigas como un perro. ¿Te queda claro?

          El muchacho apretó los dientes, intentando tragarse la rabia que le corría por las venas. Su patrón lo miró fijamente en espera de una muestra de sumisión, de modo que agachó la cabeza y la apartó a un lado, haciendo sentir al herrero una indescriptible sensación de complacencia. Entonces, el chico, tras mirarlo de reojo una vez más y sorprender una cruel sonrisa en su gordo rostro, no pudo contenerse y estalló:

          —¿Sois tan ruin y rastrero que para herirme necesitáis mancillar el honor de mi madre y ofender a mi fallecido padre, que ya no puede defenderla? No sabía que, además de un asqueroso borracho con mala sangre, fuerais también un cobarde.

          —¡Hijo de...!

          El muchachuelo comprendió entonces el error que acababa de cometer. No tuvo tiempo de decir ni una palabra más. El iracundo herrero comenzó a zarandearlo violentamente con una mano mientras lo abofeteaba con la otra. El pobre infeliz sintió como si se hubiera estrellado contra un grueso muro a toda velocidad. El labio se le reventó y salpicó de sangre la colérica mano que se cebaba con él, al tiempo que el sonido de las chispas y los ensordecedores bramidos e insultos del bestia ahogaban su llanto. Pataleaba y suplicaba, dejando correr las lágrimas, mientras intentaba zafarse. La paliza no parecía llegar a su fin, ni el cansancio a su verdugo, que ya se disponía a cambiar de mano para seguir sacudiéndolo cuando algo lo detuvo.

          La minúscula y delicada mano de la muchacha, que había estado observando la escena desde la puerta, lo había apresado y le inmovilizaba el brazo por completo. El hombre desvió la vista hacia su dueña y contempló a una niña que parecía tener fuego en la mirada. En sus ojos violetas se percibían una rabia y un odio incontenibles que los hacía brillar más incluso que las ascuas de la fragua. Sorprendido, dio un tirón para intentar soltarse, pero no pudo. Sintió entonces unos dedos finos como agujas que se clavaban en su carne, y esa misma manecilla tiró con brusquedad de su brazo y se lo retorció contra la espalda, arrancándole un tremendo grito y obligándolo a arrodillarse ante ella. El chico quedó libre. Aún aturdido por los golpes, pero consciente, quedó perplejo al observar desde el suelo como su joven defensora acercaba aquel temible rostro hacia su maestro, sujetándolo firmemente del antebrazo y forzándolo a encogerse por el dolor. Este, sin dar crédito, se giró y levantó la otra mano con intención de golpearla y apartarla de sí, pero antes de que pudiera pestañear siquiera, sintió un agudo pinchazo y el crujido del hueso. Sobrecogido y sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, echó un furtivo vistazo a su rival y descubrió la mirada amenazadora de aquellos temibles ojos casi sobrenaturales. Entonces cayó en la cuenta de quién era: la pequeña endemoniada que había destronado a Vólguer y de la que todos hablaban. La nueva reina en persona. Tras confirmar sus sospechas se estremeció sin remedio.

          —No vuelvas a ponerle la mano encima a tu aprendiz —le exigió envuelta de una neblina luminescente, mientras su pelo ondeaba amenazador—. Quiero que te vayas. No te quedarás en mi castillo —declaró.

          —Yo..., yo... no... No sabía que... —titubeó, intentando excusarse.

          No lo escuchó. Torció más aún el brazo que sostenía, haciendo gemir de angustia al gigantesco herrero, que se tiró al suelo encogido de dolor. La niña se inclinó y, con voz firme y clara, pronunció su sentencia:

          —Lárgate de aquí antes de que se oculte el sol, o no será solo un brazo lo que pierdas.

          La pequeña soltó al cautivo, que no tardó en arrastrarse descompuesto hacia la puerta. La extraña atmósfera se hizo más densa alrededor de la muchacha mientras sus cabellos se erizaban y oscilaban en el aire, y señalando con la mano a las montañas, repitió:

          —Antes de que se oculte.

          Las llamas de sus ojos se encendieron hasta equipararse a los destellos del mismo sol, y el hombre huyó despavorido de la herrería, tropezando torpemente con todo cuanto había a su paso.

          Ella se adelantó para comprobar que el indeseable se perdía de vista, mientras el muchacho, que permanecía en el suelo a su espalda, la observaba anonadado. La chica, aún envuelta en la fría niebla, se giró para mirarlo y permitió que poco a poco se disipara la rabia. Dejó escapar el aire de su pecho en un largo y profundo suspiro hasta recuperar el aspecto que tenía antes de entrar. El la miró sobrecogido, no sabía si de miedo o de pura fascinación.

          —¿Cómo estás? —preguntó ella con suavidad, acercándose preocupada.

          El chiquillo retrocedió instintivamente, mientras sus trémulos labios se volvían torpes y un enorme nudo se aferraba a su garganta, sin dejarle articular palabra.

          «Vamos..., contéstale...», se dijo. Pero el temor y el desconcierto que sentía eran demasiado grandes, y por más que lo intentó, no consiguió proferir más que un titubeo que parecía el comienzo de una frase. Sus manos, temblorosas, tampoco respondían. La muchacha observó en él aquella pálida expresión que tan bien conocía y, al percatarse de su miedo, apartó la vista para no atribularlo más y musitó entristecida:

          —Bien..., ya me voy... —Dio media vuelta con un claro gesto de desánimo, mientras sus ojos de amatista se entrecerraban abatidos por la decepción.

          El niño, todavía paralizado por temor, recordaba lo que le habían contado los criados acerca de lo sucedido el día anterior, y apreciaba demasiado su vida como para arriesgarla intentando confraternizar con alguien tan peligroso. Su primer impulso tras perderla de vista, y lo más lógico a su parecer, debería haber sido salir corriendo, no solo de la herrería, sino del castillo, del pueblo y, si hubiera estado en su mano, hasta de la provincia. Pero por alguna extraña e incoherente razón que no pudo llegar a comprender, o tal vez por simple inconsciencia, sintió que debía agradecérselo. No estaba bien comportarse así después de lo que había hecho por él, por muy grandes que fueran sus temores. Tras pensarlo de nuevo, reunió todo el valor que le quedaba, se puso en pie rápidamente, se aproximó hasta ella y, tras limpiarse el hilillo de sangre que le caía por la comisura de los labios, dijo al fin:

          —Gracias. Mu..., muchas gracias por tu ayuda. Por vuestra ayuda —se corrigió—. Os lo agradezco de veras.

          La niña se detuvo y se volvió, sorprendida. Se acercó despacio al muchacho y le preguntó con voz suave:

          —¿Te encuentras bien? ¿No... te duele mucho? —se interesó, mirándole el labio desgajado.

          —¿Esto? —señaló él con despreocupación—. No es nada, majestad.

          Percibió en ella entonces una pequeña sonrisa contenida que lo animó a seguir con la conversación.

          —Vos... —prosiguió titubeando, con extremada precaución—. Vos sois la nueva reina, ¿verdad?

          Ella asintió.

          —Qui..., quisiera saber por qué me habéis ayudado..., majestad.

          —Te estaba pegando —afirmó ella sin más—. Te hacía daño, ¿no?

          —Sí..., sí..., pero... —balbuceó extrañado ante tan simple respuesta.

          —Pues por eso debía irse. No me gustan los que pegan a los niños —añadió.

          El pequeño la miró contrariado sin comprender cómo podía estar hablándole con tanta naturalidad tras haberle partido el brazo a su maestro casi sin pestañear. Era una niña muy rara. Lo miraba interesada y a la espera de que siguiera hablando, hasta que se atrevió al fin a presentarse:

          —Me llamo Owen, majestad.

          —Yami —le respondió.

          Él sonrió con atrevimiento al oír el estrambótico nombre, y olvidando la peligrosa situación, mostró una amplia y luminosa sonrisa y afirmó:

          —Es un nombre raro... Jamás lo había oído, pero está bien.

          La niña, asombrada, sintió alivio al ver como la tensión iba desapareciendo por momentos.

          —¿Ya... no me tienes miedo? —preguntó dubitativa.

          —¿Debería tenerlo? —repuso él, más tranquilo y seguro de sí mismo.

          Ella, risueña a la par que algo melancólica, bajó la cabeza sin saber muy bien qué contestar.

          —No... —respondió al fin—. No era eso lo que pretendía.

          —Bueno..., cuando antes habéis... Cuando vos... En fin..., ya sabéis. —No se atrevía a decirlo claramente—. Entonces sí que dabais bastante...

          —Oye, Owen —cortó tras un breve silencio—. ¿Tú conoces esto? Quiero decir el castillo y eso...

          —Llevo un par de meses aquí. Sí que lo conozco, más o menos.

          —¿Y querrías...? ¿Podrías enseñármelo? —se atrevió a pedirle—. Todo esto se me hace un poco complicado —reconoció, avergonzada.

          Owen, cada vez más relajado aunque  igual de confuso, asintió con fuerza. Habían roto el hielo. Él se había atrevido a hablarle y no había pasado nada. Quizá se había alarmado sin motivo y aquella niña no era tan peligrosa, después de todo. Al menos no parecía querer hacerle daño. Por tanto, se decidió a preguntarle sin andarse más por las ramas. Respiró hondo antes de hablar.

          —¿Puedo haceros una pregunta sin que os ofendáis? —Ella se limitó a mirarlo extrañada—. ¿Dónde...? —dudó—. ¿Qué...? ¿Quién sois en realidad?

La chica separó sus rojos labios para responder:

          —Yo..., yo soy... —respondió insegura, y para su pesar, se dio cuenta de que en su mente, en lo más profundo de su ser, ni ella misma había logrado hallar la respuesta.

          El silencio se hizo presente una vez más entre las dos figuras inmóviles, que esperaban enfrentadas a que unas improbables palabras surgieran de nuevo.

*          *          *

          Se respiraba un aire intranquilo en el campamento. Las pocas pertenencias y el desorden general de ropa, armas y provisiones hacían dudar de la eficacia de aquel grupo de guerreros. Uno de ellos se calentaba las manos en la hoguera que había dispuesta frente a las tiendas mientras hablaba con otros dos hombres que, por su corpulencia y estatura, más parecían montañas que personas. Sus rostros reflejaban la preocupación que precede al asalto y la batalla. Pese a todo, no podía decirse que estuvieran nerviosos. Una extraña serenidad los embargaba, y ni siquiera ante la idea de embarcarse en una lucha de la que no estaban debidamente informados sentían el desasosiego razonable que cabría esperar. Algunos se esmeraban en afilar las espadas y poner a punto ballestas, arcos y otras armas. Un pelirrojo de aspecto fiero se acercó a un viejo morral agujereado y rebuscó en su interior hasta sacar lo que parecía un trozo de pan de no muy buen aspecto. Como si se tratara del más exquisito bocado, clavó los dientes en el mendrugo.

          Todos sin excepción ocupaban su tiempo en algún pequeño menester para romper la monotonía de la espera. Pero había entre ellos alguien a quien la incertidumbre no dejaba en paz y lo impulsaba a juguetear nerviosamente con un estilete plateado.

          Era un hombre joven. No superaba en edad a ninguno de los allí presentes, y sin embargo, en sus verdes ojos se podían ver la determinación y la experiencia que tan solo un verdadero dirigente puede transmitir a sus soldados. Parecía como si un millar de batallas se hubieran librado frente a él, y que a fuerza de mirarlas hubieran quedado atrapadas en aquellas profundas y penetrantes esmeraldas. Su constitución era fuerte, atlética, y su silueta, armoniosa. El pelo, recogido sin cuidado en una desaliñada coleta que dejaba escapar algún que otro mechón negro, junto con la barba de varios días, le confería un aire salvaje y despreocupado que, tal como ya había comprobado con más de una alocada tabernera, lo hacían inexplicablemente atractivo.

          Cuando la impaciencia hizo presa en él hasta el punto de no permitirle permanecer sentado, se levantó bruscamente, e irritado, tomó la espada y se la colocó al cinto.

          —¿Adónde vais, mi señor? Dijeron que nos avisarían cuando hubieran terminado.

          —Ya no aguanto más, Ligio —repuso—. Mi paciencia tiene un límite, y mi orgullo también. Aun cuando está en juego nuestra soldada —señaló con un marcado gesto de disgusto—. Esos malditos nobles creen que pueden tenernos aquí parados, esperando a que deliberen y jueguen a preparar una estrategia, sin ponernos al corriente de nada. Pero a la hora de la verdad será nuestra sangre la que se vierta.

          —Sabéis que nos desprecian —aclaró el otro—. Mercenarios... Para ellos somos como perros: escoria. Eso nunca cambiará. Jamás gozaremos del reconocimiento en batalla, ni se nos cubrirá de honores tras salir triunfantes. Somos los que se encargan de los trapos sucios de los demás. No hay honor, virtud ni gloria en nuestros actos.

          —Puede ser —convino el joven—. Pero te aseguro que antes que humillarme, dejarme utilizar como un simple títere y convertirme en carne de cañón, prefiero verme mendigando en las puertas de la ciudad más cercana. Hasta los perros tienen dignidad. Y nosotros no lo somos.

          Ligio meditó para sí aquellas palabras, como si quisiera grabarlas en su mente para poder creerlas. Pero la dura realidad se imponía siempre sobre cualquier cosa que hubieran podido soñar alguna vez. La experiencia y los años se lo habían demostrado siempre.

          El joven mercenario, sin esperar más ni darle tiempo a replicar, se apartó de su lado y, dejando atrás al heterogéneo y peculiar grupo, se alejó con paso firme en dirección al campamento de los nobles.

          Una imponente fila de caballos bien aparejados y enjaezados hasta el último detalle servía de barrera y distinción entre ambos lugares. Si bien el campamento de los mercenarios se encontraba en un estado deplorable y sus hombres dejaban bastante que desear por su pobre indumentaria, al campamento de los nobles no le faltaba de nada. Varias hileras de tiendas mostraban orgullosas su intenso color bermellón. Los oficiales lucían sus radiantes y limpias armaduras y libreas, y las armas resplandecientes esperaban.

          El mercenario se abrió paso sin cuidado a través de la algarabía de ostentosos oficiales que, más ociosos que preocupados, mataban el tiempo atiborrándose frente a las hogueras y proclamando su victoria antes de haber librado la batalla. Cuando pasó junto a aquellos pretenciosos se hizo un terrible silencio, y lo asaltó un profundo asco cuando vio de refilón sus bocas chorreantes. Desviaron su atención hacia él, analizándolo hasta la médula, y se oyeron un par de cuchicheos y más de una risita malintencionada. Sintiendo como cada mirada se le clavaba hasta lo más hondo y sin poder contenerse, el mercenario se paró en seco y se volvió hacia ellos con una expresión fiera y amenazadora cargada con todo el odio del que era capaz. Alguno desvió la vista hacia un punto inconcreto del horizonte, mientras que otros simplemente bajaron la cabeza con disimulo o se levantaron para evitar una contienda. La sorna y las expresiones burlescas desparecieron de sus rostros hasta que el intruso les dio la espalda y retomó su camino. Entonces, los murmullos se elevaron de nuevo.

          La tienda principal era la más grande, y a sus puertas montaban guardia un par de soldados erguidos y quietos como estatuas. Él se acercó sin aminorar la marcha y, sin mediar palabra con los vigilantes, se dispuso a apartar la tela para entrar.

          —¡Eh, tú! —lo detuvo uno de los soldados—. No puedes pasar sin autorización expresa de nuestro señor.

          —Vengo a hablar con sir Emon —explicó, acercándose de nuevo hasta la entrada—. Será solo un momento.

          —Mi señor no tiene tiempo que perder contigo, escoria —espetó desabrido el guardián—. Si deseas verlo, tendrás que esperar a que sea él quien se digne convocarte.

          El mercenario empezó a enervarse tras escuchar las palabras del incauto, pero juzgó más prudente comedirse.

          —Es un asunto importante el que debo tratar con vuestro señor. Hacedle saber que aguardo aquí fuera. Daos prisa.

          —¡Ja! ¿Has oído, Eldem? Nos exige que demos el recado cuanto antes. ¿Con qué derecho te atreves a darnos ordenes, rata pordiosera? —se mofó el guardia.

          La sangre del joven comenzó a hervir por todo su cuerpo, y echando mano a la empuñadura de la espada, respondió enardecido:

          —¡Con el mismo derecho con el que voy a hacerte tragar tus sucias palabras, malnacido!

          Antes siquiera de que pudieran reaccionar, el diestro mercenario ya había desenvainado y casi alcanzaba la garganta del arrogante pendenciero, cuando una voz lo hizo detenerse en el último instante.

          —Quedamos en que no habría ningún tipo de insubordinación en mi campamento, ¿recordáis? No quisiera tener que ajusticiaros a vos y al resto de los vuestros, acusados de traición.

          Ante él, henchido de orgullo, apareció un hombre ricamente engalanado, con una mirada fría y vacua en sus ojos de un feo gris ceniza.

          —Haced, entonces, que vuestros hombres contengan mejor su lengua, o no podré responder de mis actos —replicó, algo menos sofocado.

          —Eso no es cosa mía. Mantened la compostura o tendré que prenderos —amenazó el noble—. Ahora, decid, ¿qué queréis, Dékar? Ya os dije que cuando terminásemos de deliberar os pondría al corriente de vuestro cometido.

          El guerrero apartó el arma y los dos soldados se apresuraron a dejarlos solos obedeciendo el gesto de su señor, no sin que antes Dékar les clavara una aviesa mirada de despedida.

          —Con el debido respeto, llevamos ya largo tiempo esperando a que queráis compartir con nosotros el más mínimo detalle acerca de lo que nos aguarda en breve.

          —A diferencia de los mercenarios, los soldados curtidos en batalla preferimos sopesar todas las posibilidades antes de actuar —se jactó el aristócrata.

          —¿Insinuáis que mis hombres y yo somos unos descerebrados que se lanzan a la batalla sin pensar?

          —Eso lo decís vos, no yo. Y aunque así fuera, tampoco creo que este asunto tenga la menor importancia. Estáis aquí para acatar las órdenes precisas que se os den, y no...

          —Dadas las circunstancias —cortó Dékar—, creo que ya va siendo hora de que al menos seáis franco conmigo y me reveléis qué demonios pasa aquí y contra qué nos enfrentamos. He oído rumores de lo sucedido en el castillo de Astra. Se habla de brujería, e incluso de que el mismo diablo acecha tras sus puertas. Cuando me reclutasteis no dijisteis nada de esto. ¿Me equivoco?

          El noble, con aire prepotente, le dio la espalda.

          —¿Y qué más os da si se trata de un demonio, de una bruja o de una banda de asesinos a sueldo? Vuestro trabajo consiste en aniquilar lo que encontréis en el castillo sin distinciones.

          —Oh, desde luego que me importa —lo contradijo el joven—. Si no se tratara de algo peligroso, no nos habríais contratado. La vida de mis hombres está en juego. Puede que para vos esos pobres infelices no sean más que un montón de carne sin sesos que solo sirve para empuñar una espada, pero yo contraje una gran responsabilidad para con ellos y es mi deber velar por su seguridad.

          —¿Adónde queréis ir a parar? —le preguntó Emon, molesto.

          —Sé que allí tuvo lugar una masacre. No se trata de luchar, de tener arrojo ni de elaborar una retorcida estrategia militar. Parece que estamos tratando con un ser sobrenatural; con algo que, por desgracia, escapa a nuestra comprensión. Algo que desconozco y que vos no me ayudáis a desvelar.

          —Estáis asustado —afirmó el hombre, sonriéndole desdeñoso—. ¿Es eso? Valiente mercenario estáis hecho. No sois capaz siquiera de enfrentaros a una niña.

          —Esto no tiene nada que ver con el valor ni con la cobardía. Y si tan inofensiva resulta esa chiquilla, ¿a qué tanto deliberar y preparar a vuestro ejército? ¿Creéis acaso que nuestra condición de pobres mercenarios os da derecho a decidir por nosotros lo que debemos hacer? Ninguno de mis hombres teme a la muerte. Día tras día le plantamos cara sin miedo; es nuestro sino, nuestra forma de vivir. Pero lo que vos pretendéis es que ese engendro al que tanto teméis se cebe en nosotros; utilizarnos de escudo humano para resguardaros en nuestro ataque y alcanzar vuestro objetivo. No..., mi señor. —Movió la cabeza a ambos lados—. No dejaré que hagáis una carnicería con nosotros.

          La lucidez de las palabras del guerrero lo dejó frío durante un instante. Jamás habría pensado que un palurdo como él pudiera descubrir sus intenciones con tan poco esfuerzo. Lo había subestimado, pero desde luego, su orgullo de noble no iba a permitirle que le diera la razón.

          —Vuestros hombres están mucho mejor preparados en cuanto a armamento se refiere —continuó Dékar—. Deberían de ser ellos los que abrieran el ataque. Los míos, pues pecan entre otras cosas de ladrones y astutos, podrían aprovechar la confusión para tomar el castillo y reducir al enemigo desde el interior. Son hábiles y sumamente rápidos. No tardarían demasiado en escalar el muro y llegar al otro lado.

          —Vaya, ¿ahora os permitís además darme consejo y decirme cómo debo organizar y mover mis tropas? —se irritó el aristócrata—. No sabía que de pronto os hubierais vuelto un experto estratega.

          —Os llegaría a asombrar hasta que punto puedo serlo —repuso con seguridad.

          Emon, sobrepasado por las rápidas y hábiles respuestas de Dékar, y cansado de la prepotencia que denotaba, decidió zanjar el asunto de la manera más drástica posible.

          —¡Ya basta! Estoy más que harto de escuchar estupideces. Nunca, en todos los días de mi vida, pensé que, llegada la hora, me encontraría con el más incompetente mercenario jamás visto. ¡No quiero más excusas! —Se plantó a poca distancia de la cara del joven—. Ahora escúchame, y escúchame bien. Yo no tengo por qué dar explicaciones a un niñato que apenas hace dos días empezó a jugar a la guerra. Pasé más de diez años comandando las tropas del difunto rey Vólguer. He ganado innumerables batallas, y gracias a mí y mi ingenio se han salvado miles de vidas en cada una de ellas. No tengo por qué aguantar más tiempo que un innoble como tú quiera ponerse por encima de mí. Los motivos por los que se os contratara os son indiferentes. Se os hizo llamar para cumplir un servicio. Nada más. Si vos o los vuestros tenéis problemas para conseguir el equipo apropiado para lanzaros a luchar, no es mi problema. Si ni siquiera podéis desempeñar el único cometido para el que servís, deberíais dedicaros a mendigar en cualquier esquina en lugar de hacerme perder el tiempo —le soltó despectivo—. Pero eso sería mucho pedir, ¿verdad?

          Las hirientes palabras del noble y la insolencia de su tono provocaron a Dékar una sensación de asco y desprecio que le recorrió todo el cuerpo. Se contuvo, pese a todo.

          —Tenéis razón, mi señor —contestó tras un breve silencio—. No tenéis por qué aguantar que alguien como yo dé consejo a tan sabia eminencia. Pero yo tampoco tengo por qué aguantar que me escupan al orgullo y a la cara. Difiero de vuestra forma de pensar, pero sois libre de hacer lo que queráis y lo respeto. Aunque no llevaré a mis hombres a morir por vos —concluyó tajante.

          Sin más, inclinó ligeramente la cabeza en una última y forzada muestra de deferencia, y se disponía a marcharse cuando Emon lo detuvo en seco con un comentario:

          —Sí..., tenéis razón cuando decís que ninguno de vosotros teme a la muerte —indicó malicioso—. Es más; casi me da la impresión que no hay nada en el mundo que os guste más que retarla.

          Dékar volvió la cabeza en el acto, muy serio.

          —¿Me estáis amenazando? —preguntó con voz cortante.

          —Desobedecer las órdenes de un superior, tras aceptar su favor, es motivo suficiente para acabar en la horca —repuso el aristócrata—. Aunque no creo que la gentuza como vosotros merezca siquiera una muerte tan digna. Más bien os imagino atravesados en un poste de madera bajo el sol del mediodía, a merced de los carroñeros inmundos que picotean vuestras entrañas.

          Dékar desenvainó la espada, apuntó a Emon y dijo:

          —No quiero vuestro dinero. —Le lanzó a los pies una bolsa de monedas de plata, que se desparramaron por el suelo polvoriento—. Por rico que seáis, jamás tendréis suficiente para comprar nuestras almas. No volváis a amenazarme.

          Un puñado de soldados acudió en el acto a respaldar a su señor, que mostraba una sonrisa complaciente.

          —¿Habéis pensado que esto me da motivos suficientes para cumplir mis amenazas? —habló el noble con sosiego—. Puede que no os importe morir, pero si es cierto que tanto os preocupáis por esos bastardos a los que llamáis soldados, deberíais cuidar más el trato que brindáis a los altos cargos del ejército de Astra. Si os retiráis, no solo me encargaré de que se os ejecute, sino que si por algún casual tuvierais la fortuna de escapar al castigo, me ocuparía personalmente de que se os persiguiera hasta el rincón de este reino o cualquier otro al que intentéis huir. No quedaría ni un solo lugar en este mundo que no oyera hablar de la cobardía y la traición del grupo de mercenarios que luchan bajo las órdenes de un tal Dékar.

           El joven, indignado pero consciente de que no se trataba de una bravuconada, hizo acopio de toda la sangre fría de la que tantas veces había hecho gala y, aunque le dolía más que nada en el mundo, se dispuso a agachar las orejas y a tragarse su orgullo una vez más. Respiró hondo.

          —Bien. Vos ganáis —dijo al fin con resignación mientras bajaba la espada—. Seguiremos adelante con nuestro acuerdo. Lamento que en ocasiones mi carácter haga que mis actos entren en conflicto con mis pensamientos e intereses —se disculpó con falsedad.

          —Típico de vuestra calaña —añadió Emon con sorna—. Aun así, hoy me siento benévolo y aceptaré vuestras disculpas. Pero tened presentes mis palabras. No soy hombre que dé segundas oportunidades. Venid a recogerlo cuando hayáis terminado el trabajo —dijo moviendo con la punta de la bota el saquito de monedas.

          —Mi señor...

          Dékar asintió formalmente y se mordió el labio para tragarse la humillación. Un desagradable sabor a sangre, o más bien a pura rabia, le bajó por la garganta. Sin más preámbulos, dio media vuelta y se dispuso a regresar con sus compañeros, seguido nuevamente por las miradas desdeñosas.

          Cuando se reunió con su grupo, rodeado por los impacientes guerreros, se limpió la herida con el dorso de la mano y tras mirar la mancha roja con un marcado gesto de desaprobación, escupió a un lado.

          —Como siempre, la razón te precede, Ligio. Pero aunque ya me esperaba algo parecido, tal como te dije, no somos perros. Meteos todos esta idea en la cabeza. Apretadla contra vuestros sesos hasta que podáis sentirla atravesaros de parte a parte. No entregaré nuestras vidas a cambio de un puñado de monedas. Si hay algo que aun nos queda es dignidad.

          —¿Vamos a abandonar, mi señor? —inquirió preocupado el lugarteniente—. ¿Y si ellos...?

          —No, Ligio. No nos retiramos. Pero tampoco seguiremos su juego. Únicamente se lo haremos creer, para después resolver las cosas a nuestra manera. Escuchadme: se creen en el derecho de disponer de nosotros a su antojo, pero los espera una sorpresa. Si piensan que con amenazas y calumnias pueden hacer que nos dobleguemos como corderitos asustados, son más idiotas de lo que creíamos. Cuando nos lancemos al ataque iremos todos juntos, pero en cuando os sea posible formaréis grupos y os dispersaréis entre las tropas de esos presuntuosos. ¡Que ellos también den la cara! Luchad como siempre, a muerte; pero no dejéis que esos bastardos os utilicen de escudo. Cuando estén en plena lucha, nadie podrá discernir si nuestra forma de pelear es la que se nos había pedido en un principio. Sobrevivid, ¿entendido?

          —¿Y si sir Emon sospechara? Os ha amenazado, ¿es eso? —Una voz se levantó de entre los atentos mercenarios.

          Dékar sonrió maliciosamente.

          —Dejadme a ese encopetado charlatán a mí. Si veo que su actitud vuelve a ponernos en peligro, es muy posible que sufra un desafortunado percance durante la batalla. Se las da de entendido, pero estoy seguro de que tiene de guerrero lo que yo de santo.

          Un puñado de sonoras carcajadas se elevó del tumulto de bribones. Tras concretar todos los detalles pertinentes para el asalto, el joven concluyó:

          —También debéis tener en cuenta que no nos enfrentamos a un enemigo normal. No he podido averiguar más detalles de los que ya os di, pero lo poco que sabemos basta para tener cuidado. Si en verdad se trata de brujería, será más peligroso de lo que podamos imaginar. Usad cualquier truco sucio que tengáis; nos hará falta. Lucharemos mientras ellos luchen también. Si esos desgraciados se atreven a dejar el campo de batalla, no seremos nosotros quienes nos quedemos a acabar el trabajo. ¿Queda claro?

          Todos sin excepción asintieron.

          —Bien, ahora preparaos. Tengo la sensación de que pronto entraremos en faena.

          Todos se pusieron inmediatamente a ultimar los preparativos, invadidos por una singular emoción propia de un grupo de lobos antes de lanzarse a la caza.

          Dékar se apartó del resto y se sentó en un peñasco a contemplar el humo que salía de entre los árboles, procedente del campamento vecino. Quedó pensativo.

          En su cabeza resonaban aún las palabras de Emon, que le martilleaban las sienes: «No tengo por qué dar explicaciones a un niñato que apenas hace dos días empezó a jugar a la guerra».

          —Ojalá fuera así —se dijo con una sonrisa amarga—. Pero juro por lo más sagrado que jamás permitiré que vuelva a ocurrir nada parecido. Jamás...

          El claro azul de la mañana ya había dado paso al rojizo sosiego de la tarde, anunciando que aquella calma que disfrutaban llegaría pronto a su fin.

*          *          *

          A Yami, los primeros días en el castillo le resultaron poco menos que una tortura. Tremendamente desorientada, y perseguida por las esquivas e inquisitivas miradas de terror del servicio, volvió a recordar cómo era sentirse distinta del resto y despreciada por ello. Si no hubiera sido por aquel muchacho que, contra todo pronóstico, había aceptado acompañarla, mostrarle la fortaleza y ponerla al corriente de lo básico, no habría soportado ni un día más. Jamás habría pensado que le costaría tanto adaptarse a esa nueva vida por la cual había luchado. Ahora, en un entorno del todo desconocido, se sentía perdida y confusa a pesar de la ayuda de Owen, quien la conducía a todas partes como un solícito ayuda de cámara.

          Él, por su parte, no sabía qué pensar de aquella extraña y nueva reina. Seguía tan intrigado como el primer día, y aun albergaba dudas sobre si lo que estaba haciendo era lo correcto. Sin embargo, curioso por naturaleza y a la vez agradecido en lo más hondo de su corazón por la inesperada y desinteresada defensa que la chica le había proporcionado, no conseguía desechar la idea de averiguar por sí mismo el misterio que guardara tras ese sombrío manto de autosuficiencia, y tampoco podía evitar sentirse extrañamente atraído por su presencia. Por tanto, olvidó la terrible imagen de la niña envuelta en la oscura niebla y se dejó llevar por la sencilla naturalidad que le demostraba, permitiendo que la cálida sensación que empezaba a sentir cuando estaba a su lado terminara embargándolo por completo.

          —Y desde aquí podemos ver la torre del homenaje, majestad —le indicó señalando hacia la torre más alta y protegida de la fortaleza—. Es en ella donde se arma a los caballeros del rey y donde se encuentra el salón del trono, que ya conocéis. ¿Os centráis mejor?

          —Sí..., creo que sí... —dudó, desbordada por tanta información.

          —No os preocupéis. Terminaréis por acostumbraros a todos los nombres, y pronto andaréis por el castillo como si hubierais vivido en él desde siempre. Ahora vamos al ala oeste, a ver si puedo enseñaros...

          —¡Que el cielo nos ampare! —oyeron entonces gritar a un criado que pasaba por su lado corriendo despavorido.

          —Pero... ¿qué diablos pasa? —preguntó Owen al ver a un nuevo grupo de atemorizados sirvientes que imitaban al primero.

          —¿Qué sucede? —inquirió Yami, mientras observaba como todo a su alrededor se convertía en un caos de gritos y lamentos.

          —No... No lo sé... Pero enseguida vamos a averiguarlo. —Se acercó hasta uno de los asustados lacayos, al cual conocía—. ¡Eh, Tois! ¡Tois! ¿Qué pasa?

          El hombre lo apartó con brusquedad sin prestarle atención, tirándolo contra el suelo, y prosiguió con su alocada huída. Owen se incorporó frotándose el trasero, malhumorado.

          —¡Maldita sea! —exclamó dolorido—. ¡Será desgraciado...!

          —Déjame a mí, Owen —dijo entonces Yami. Se aproximó al siervo, se plantó frente a él y le cortó el paso—. ¿Qué ocurre? Contesta, vamos —le ordenó.

          Al verla, el hombre se asustó casi tanto como de aquello que hubiera suscitado su huída, y estremecido por la sobrecogedora mirada de la niña, titubeó torpemente:

          —El..., el castillo... Van a... Van a tomar el castillo...

          —Que van a ¿qué? —preguntó el muchacho, sobresaltado.

          El patio de armas se había convertido en un hervidero de personas que corrían asustadas sin saber adónde, mientras que los pocos soldados procuraban mantener la calma y reforzar la entrada principal. Sus ceñudos rostros, de ordinario impertérritos, habían quebrado el gesto y mostraban el desasosiego propio de la situación, olvidaando la templanza y las formas que siempre guardaban. No tenían suficientes recursos para hacer frente a lo que se les venia encima, y la ausencia de un líder de valía al que seguir les hizo perder el poco valor y esperanza que les quedaba. Desde fuera llegaba un clamor ensordecedor; el sonido de las cornetas y los gritos tras la soberbia muralla no era precisamente tranquilizador.

          —¡Atrancad las puertas! ¡Vamos, no os quedéis parados! ¡Hay que impedir que rompan nuestra defensa, o estaremos perdidos! ¡Si echan la puerta abajo, no habrá salvación posible! —exclamó uno de los guardias de más edad que habían permanecido en el palacio.

          Los sirvientes y el resto de los moradores de la fortaleza fueron obligados a regresar a sus aposentos, y ya en el interior, se arremolinaron unos junto a otros rezando por que cesara todo aquello. Las insuficientes tropas no daban abasto para organizarlo todo, y en poco tiempo, el patio de armas se transformó en un desastre que se precipitaba sin remedio hacia la perdición.

          Yami miró hacia las almenas y supo al instante qué debía hacer. Se aproximaba a las escaleras que llevaban a la parte superior de la muralla, cuando Kálmir, descompuesto y con una lamentable palidez, se atrevió a intentar razonar con ella. No era posible que los nobles más cercanos y los huidos se hubieran reunido en tan poco tiempo para tomar el castillo. Había calculado que armar a los hombres debería llevarles al menos un par de semanas, durante las cuales pretendía emplear sus contactos para salvaguardar la estabilidad de la fortaleza y salir airoso de alguna manera; evidentemente, se había equivocado. Una brillante gota de sudor frío cayó por su frente cual desagradable premonición, poco antes de que sus labios se separaran para rezumar su pestilente cobardía, provocando a la muchacha una terrible sensación de repulsión antes incluso de saber qué iba a decir.

          —Mi señora, os lo advertí. Os previne acerca de ellos. Era de esperar que no permanecieran mucho tiempo de brazos cruzados. Ahora están apostados tras las puertas, reclamando vuestra sangre y la de todos nosotros. Ya no queda tiempo para preparar un plan de defensa. ¡Es el fin! —se lamentó.

Ella no se dignó mirarlo a la cara. Asqueada con su comportamiento, sin mediar palabra, empezó a subir los peldaños de la larga escalera de piedra.

          —¿Qué pretendéis hacer? Si..., si subís ahí, pereceréis a merced de sus flechas —expuso Kálmir, seguro de que tras la cabeza de la joven reina rodaría la suya.

          —Entonces dejaría de ser un problema para ti,; ya no tendrías que preocuparte más por mi presencia, ¿verdad? —repuso, clavándole una mirada fría como el hielo.

          Él guardó silencio una vez más con la cabeza gacha, y retrocedió cobardemente.

          Yami se giró de nuevo y ascendió, segura y sin prisa. Cuando no llevaba más de diez escalones oyó al otro lado del muro unas iracundas voces que clamaban para que la «Reina Bruja» diera la cara y se asomara para recibir su merecido. Sin prestarles atención, prosiguió su avance. Cuando alcanzaba los tres últimos peldaños, Owen, que se había colado entre un par de guardias, se asomó con intranquilidad.

          —¡Yami...! Majestad... —se corrigió—. Es peligroso; no vayáis.

          Ella, observando el nerviosismo del muchacho, habló con voz tranquilizadora y, por primera vez en mucho tiempo, mostró abiertamente una amplia y dulce sonrisa que nadie esperaba.

          —Es necesario, Owen —le dijo sosegada—. Pero no temas; volveré —aseguró antes de dar la vuelta y perderse de vista.

          —¡Que salga! ¡Da la cara, bruja! —gritaban los asediadores—. ¿Acaso nos tienes miedo? ¡Justicia! ¡Justicia para el rey muerto! ¡Muerte también a esos cobardes traidores que la acompañan y protegen! ¡No nos iremos hasta clavar su cabeza en una pica! ¡Entregadla!

Yami respiró hondo antes de acercarse al adarve. Su corazón palpitaba desbocado, y un amargo recuerdo la sobrecogió durante un instante; sin embargo, su cuerpo obedeció al deseo de su dueña, y finalmente dio el esperado paso adelante.

          El estruendoso tumulto remontó entonces, conformando un desagradable barullo de gritos de guerra, insultos, relinchos y cornetas. El brillante atardecer pintaba de rojo vivo armaduras, lanzas y espadas enhiestas que pedían sangre, mientras el embravecido ejército del antiguo rey se agitaba como un campo de cebada bajo un fuerte viento. Un hombre  de impecable armadura con librea bermellón, el emblema real, que portaba una espada resplandeciente, se acercó a lomos de su magnífico corcel al pie de la fortaleza, justo bajo la figura de la niña, que aguardaba expectante.

          —¡Oídme, hechicera! —clamó el noble—.Nos habéis arrebatado algo que nos pertenecía desde antaño. El honor al que alude el sagrado escudo ha sido mancillado por vuestras malas artes. ¡La corona de Astra jamás quedará en vuestra testa! ¿Me oís? Antes morir que ver como una bruja se apodera del trono que he defendido durante años. ¡Que hemos defendido con nuestras vidas! —puntualizó, haciendo rugir aún más a los soldados—. Entregaos sin oponer resistencia y vuestra muerte será piadosa. Resistios y os aseguro que os procuraré la más lenta y terrible agonía que podáis imaginar. ¡Rendíos!

          Ni un solo gesto alteró el rostro de la pequeña, que ordenó mientras los contemplaba desde lo alto:

          —Dad la vuelta y marchaos por donde habéis venido. No deseo más muertes.

          Una carcajada resonó en el aire. El aristócrata, mofándose de la amenaza, alzó la espada y dijo:

          —Sea como queréis. Vos misma os habéis sentenciado. Espero que ese poder del que se habla esté a la altura de vuestras palabras, porque yo, Emon de Trastfield, no cejaré en mi empeño hasta haceros morder el polvo. ¡Muerte al demonio! —clamó enardecido—. ¡Y gloria al rey Vólguer!

          A un gesto del noble, el silbido de las flechas surcó el aire en dirección a un único blanco; las afiladas puntas volaron a gran velocidad sin desviarse. Yami siguió inmóvil. Cuando parecía que iban a alcanzarla, cerró los ojos y desplegó la neblina a su alrededor. Ante las atónitas miradas, alzó una mano y, abriéndola de golpe, hizo que todos los proyectiles se detuvieran y cayeran a plomo.

          —Brujería... —musitó Emon—. ¡No es más que una sucia bruja! ¡Acabemos con ella!

          A una nueva orden, una cuadrilla de soldados con un gigantesco ariete embistió con furia el portón y lo hizo crujir. Los residentes del castillo, al oír los fuertes golpes, se abrazaron esperando lo peor.

          —Si es guerra lo que quieren —susurró ella, bajando los párpados para concentrarse—..., ¡guerra tendrán! —gritó, y abrió los ojos de golpe.

          Las pupilas se le agrandaron, y la melena se le elevó en un sinuoso y enérgico baile. De nuevo, la extraña neblina se espesó, rodeando su cuerpo y entremezclándose con sus cabellos. El violeta de sus ojos se hizo más intenso, y el fuego apareció una vez más en su mirada, precediendo la tormenta. El ambiente se enrareció de tal forma que a los presentes se les erizó el vello y un sudor frío les corrió por el cuello. Una espesa nubosidad se condensó en el cielo, y se formaron extraordinarios remolinos de aire que empezaron a tornarse de un ominoso gris oscuro. Un trueno estremeció la tierra.

          Tras las órdenes del noble, Dékar y sus mercenarios, cumpliendo lo acordado, se lanzaron a la cabeza del ejército en dirección a la entrada. En cuanto el mercenario se percató de que las tropas de Emon los secundaban, indicó hábilmente a los suyos que se dispersaran entre los enardecidos soldados, para no quedar a expensas del destino que el aristócrata les reservaba. Varios hombres intentaban escalar la gruesa muralla sirviéndose de garfios y escalas, mientras que otros se afanaban en derribar la puerta con el ariete, que poco a poco iba mermando la resistencia de la madera. Emon daba órdenes a diestro y siniestro, en un frenesí, sin percatarse de que sobre ellos se cernía el mal más terrible que jamás hubieran imaginado. Entre las tropas asaltantes, el grupo de mercenarios de Dékar destacaba no solamente por sus variopintas vestimentas y la ausencia de armaduras, sino también por el arrojo que demostraba en el asalto. Al contrario que los acólitos de Emon, que apenas podían moverse con aquellas pesadas corazas, los humildes mercenarios se abrieron paso con destreza entre sus patronos, lentos e inútiles a su lado. Su fiereza en el ataque era soberbia, y su pericia con las armas, mucho más que considerable. Un par de arqueros que apuntaban desde las almenas al ejército invasor se encontraron rápidamente con las flechas enemigas que, disparadas con precisión impecable por uno de aquellos guerreros que capitaneaba el joven mercenario, alcanzaron su blanco.

          La tempestad tomó cuerpo y se arremolinó sobre sus cabezas. Yami reunió todas sus fuerzas y se abstrajo, casi ausente, aunque sin perder consciencia de cuanto sucedía a su alrededor. Se puso a llover. Al principio eran unas cuantas gotas dispersas, pero en unos instantes, un tremendo aguacero se derramó sobre los soldados y embarró la tierra que pisaban. Los relámpagos se cruzaron en el negro nubarrón, salpicándolo de momentáneas chispas, y la muchacha levantó las manos de pronto en un insólito ruego al mismo centro de la borrasca. Y el cielo obedeció.

Un rayo fulminó a un soldado a caballo y deslumbró a los demás guerreros, para asombro de todos. Dékar contempló estupefacto el cuerpo carbonizado que había dejado la descarga y miró inquieto a Ligio, temiéndose lo peor.

          Emon palideció de rabia. ¿Estaba contraatacando? ¿Se atrevía acaso a usar contra él las innobles mañas que, de seguro, había empleado contra su rey? ¿Cómo lograba una mocosa oponerse a su ejército sin aparente esfuerzo, y con aquella prepotencia? Él era uno de los mejores guerreros del reino desde hacia años. No podía dejar que aquella bruja le arrebatara la gloria y el prestigio de esa forma. No, no lo permitiría. Les demostraría a todos cuantos lo rodeaban cómo debían hacerse las cosas y daría muerte al engendro antes de que el pánico hiciera presa de su ejército. Olvidando toda estrategia, dejándose llevar por el orgullo, gritó furioso y galopó hacia la muralla con intención de subir hasta donde se encontraba la niña.

          —¡Muerte! ¡Muerte a la bestia! —aulló enloquecido, blandiendo su espada y apuntando con ella hacia el cielo.

          Esas fueron sus últimas palabras. Una rápida centella impactó en el arma y transmitió la descarga por la armadura, gracias al agua que lo empapaba. El caballo se encabritó e hizo caer el cadáver del jinete, que dio de bruces contra el suelo. Durante un instante cesó el revuelo. Yami, sin embargo, poseída por aquel extraño poder, siguió concentrada en el ataque. Su aspecto era temible. En verdad parecía salida del mismísimo infierno o, como creyeron algunos de los que la observaban llenos de pavor, quizá hubiera logrado desatarlo en forma de tinieblas de muerte.

Dékar quedó paralizado por la sorpresa y, tras contemplar con horror el negro cielo que rugía sobre ellos, sopesó la situación. Presentía un desastre. Los otros soldados observaban sobrecogidos el cuerpo carbonizado de su comandante, aún con los ojos abiertos, pero la visión no menoscabó sus fuerzas ni su intención de tomar el castillo. Volvieron a embestir con el ariete, llenos de rabia.

          El cielo se desgarró entonces en un gemido sordo y profundo, antes de descargar su ira por doquier. Las escalas cayeron junto con aquellos que ascendían por ellas, hechas pedazos y envueltas en llamas. Los que se habían atrevido a provocar a la bruja fueron los siguientes en sentir su furia, y una oleada de rayos golpeó a todos los que la amenazaban, sembrando el suelo de cadáveres en poco tiempo. Las brillantes armaduras no servían más que para guiar las descargas; se habían convertido en su perdición.

          Owen, que entre tanto había logrado dar esquinazo a los guardias y acercarse a la muchacha, presenció el espectáculo guarecido tras una esquina, absolutamente sobrecogido. Allí, con ambos brazos extendidos en demanda hacia el cielo, terrible e irreconocible, se erguía la que momentos antes le pedía que le enseñara el castillo, poderosa y aterradora por igual.

          En poco tiempo, los nobles se dieron cuenta, para su pesar, de que les era imposible detener la masacre; no podían hacer frente a aquel espanto. Resbalaban y se hundían en el terreno encharcado, y sus inútiles corazas no servían más que para entorpecerlos y acelerar su perdición. Estaban acabados. Cuando llegaron a esa conclusión, el de más rango se echó a correr entre alaridos. Dio un tremendo resbalón y, tras ponerse en pie de nuevo, huyó como si lo persiguieran mil demonios. La inesperada retirada del aquel necio incitó al resto, y de repente, una gigantesca masa sin control dejó a su suerte a los mercenarios. Sin armaduras que atrajeran los rayos, habían logrado escapar milagrosamente de la mayoría de las descargas, pero Dékar se daba cuenta de que era más que evidente que habían perdido. Los que los habían contratado estaban desertando, y seguir adelante supondría el fin para todos.

          —¡Mierda! —maldijo entonces—. ¡Perros traicioneros...!

          De poco sirvió a los ingratos intentar escapar. Yami, que contemplaba la desbandada de sus enemigos, hizo un nuevo esfuerzo, y un vendaval se unió a la implacable tempestad que pareció ensañarse más aún con ellos. Una monstruosa tromba de agua y aire arrastró a los huidos y los hizo rodar por los suelos. Intentaban en vano sujetarse, arañando la tierra con las manos; impotentes, fueron empujados sin piedad contra la dura roca de la muralla, que quedó salpicada de sangre.

          A Dékar se le desencajó el rostro al ver aquello. Alarmado ante la imposibilidad de escapar con sus hombres y burlar el castigo de la bruja, urdió un plan: se subió a una roca gigantesca cercana a la fortaleza y rezó por que la reina lo avistara con claridad.

          —¡Dékar! ¡No...! —exclamó su lugarteniente, asustado.

          —No temas, Ligio —lo tranquilizó—. Sé lo que me hago. Confiad en mí.

          Sin más, alzó los brazos en señal de rendición y elevó su fuerte voz hacia las murallas.

          —¡Mi señora! —gritó para llamar su atención—. ¡Deteneos, por favor! ¡Haced cesar este encanto, os lo ruego! ¡Bien habéis demostrado ya vuestra valía! ¡Nos rendimos! ¡Escuchadme por favor!, ¡no derraméis más sangre! —suplicó.

Los atemorizados mercenarios quedaron a la espera de que se produjera un milagro. Dékar, no menos inquieto, tragó saliva.

          El mundo se detuvo con un gesto; las nubes se contuvieron, y Yami, aún inmersa en sí misma y rodeada de la neblina, bajó la vista intrigada. Un hombre de cabello oscuro que apenas se distinguía desde la muralla le había planteado un ruego y esperaba su respuesta. Lo miró, aún imbuida de aquel poder que en ese momento contenía la tormenta.

          —¿Te rindes? —preguntó.

          —Nos rendimos, mi señora —afirmó el mercenario, intentando congraciarse con ella—. No debíamos lealtad alguna a los caídos, ni compartíamos sus intereses—. Únicamente luchábamos a sueldo y obedecíamos sus órdenes. Nada tenemos en contra vuestra. Por favor, os ruego que nos dejéis con vida, majestad.

          Yami volvió a mirarlo y no halló razón alguna para no concederle su petición.

          —Vuestra merced... Creed lo que os digo. Grandiosa reina, demostrad vuestra magnificencia y sed clemente. Mi vida y la de mis hombres... están ahora en vuestras manos.

          La espera duró una eternidad. Imaginaban sus fríos cuerpos hundidos en el fango, y la impasibilidad de la niña tras las últimas palabras del mercenario acrecentaba sus miedos.

          Fue entonces cuando ocurrió el prodigio. La pequeña expulsó muy lentamente el aire de sus pulmones; su pelo se colocó suavemente sobre los hombros, y sus ojos, aún brillantes, se aplacaron progresivamente hasta retomar su color habitual. Las nubes se deshicieron en un delicado soplo de viento, y el cielo apareció de nuevo ante los emocionados rostros de los hombres.

          —Escúchame —le habló ella—. No te daré más oportunidades. Tu destino y el de tus hombres dependerán ahora de lo que hagas. Tirad las armas. Lejos, donde pueda verlas.

          Él se apresuró en obedecer y, tras desatarse el cinto, lanzó la espada hacia delante, junto con un par de puñales que guardaba en una bota.

          —Haced lo que os dice, vamos —ordenó a sus tropas—. Desarmaos. Del todo.

          Los soldados obedecieron inmediatamente y depositaron en el frío suelo un montón de armas de distintas clases y tamaños sin rechistar.

          —Hecho, mi señora. Esperamos vuestra siguiente condición.

          —Aguardad entonces —respondió la niña.

          Todos ellos quedaron en silencio. Yami retrocedió unos pasos hasta perderse de vista; sentía que se le empezaban a aflojar las piernas. Cayó de rodillas, jadeante y temblorosa, con la respiración forzada e irregular. Había abusado de su poder y ahora pagaba las consecuencias. Owen, que lo había presenciado, no esperaba que la muchacha se derrumbara de esa manera, y acudió presto a socorrerla guiado por un impulso inexplicable. Se aproximó hasta ella sin avisar e intentó ayudarla a levantarse, sobresaltándola sin querer.

          —¡No me toques! —exclamó la niña, y lo apartó de un fuerte empujón al sentir su contacto—. No..., no me toques —susurró entre jadeos.

          El muchacho, sobresaltado por la reacción, se levantó.

          —Bien... No..., no me acercaré si no queréis —dijo en tono calmado, aunque contrariado por su brusquedad.

Una amarga náusea asaltó a la chiquilla y le hizo vomitar una espuma blanquecina que parecía contener trazas de sangre. Owen se alarmó al verlo.

          —¿Cómo estáis? —preguntó asustado—. ¿Os han herido?

          Yami se sintió desfallecer. Aún intentaba recuperar el aliento; tenía que reponerse a toda costa y volver a ponerse en pie para demostrar entereza.

          —Tengo que..., levantarme... —dijo exhausta—. Es necesario..., antes de que ellos...

          —No digáis sandeces —la reprendió el chico—. ¡Si apenas podéis respirar!

          Ella apretó los dientes y, con gran esfuerzo, dejó escapar un quejido y se puso en pie, tambaleante. En ese momento se presentaron dos guardias, inquietos tras observar como la reina desaparecía de la vista, con el fin de comprobar qué ocurría.

          —Majestad, esos mercenarios aguardan vuestra respuesta. ¿Qué vais a hacer? —inquirió uno de ellos.

          —Abrid las puertas —les ordenó—. Rodeadlos cuando entren.

          —Pero, mi señora... —le repuso.

          —¡Hazlo! —cortó tajantemente.

          El hombre asintió, con una inclinación de respeto, y bajó presuroso a cumplir el mandato junto con su compañero.

          —No son soldados corrientes —explicó Owen—. Son mercenarios. No sirven a nadie más que al dinero. Si les ofrecieran suficiente, no dudarían en vender hasta a sus madres. No tienen moral, honor ni un objetivo por el que luchar. Solo son asesinos a sueldo que recorren las ciudades en busca de un señor al que servir cada vez. Jamás os rendirán pleitesía. No os fiéis de ellos.

          Yami lo miró un instante. Se fijó en su ceño fruncido, lleno de preocupación. Y también en sus dulces ojos color miel, temerosos de lo que pudiera suceder.

          —Todo saldrá bien —afirmó segura, y le dedicó una sonrisa a pesar del agotamiento—. Ya lo verás.

          Suspiró pesadamente y bajó los escalones hasta llegar al patio de armas para encararse con los recién conquistados.

          Las enormes puertas, ahora astilladas por los golpes, se abrieron de par en par con un molesto chirrido, y los mercenarios comenzaron a entrar. Los encabezaba el hombre que se había dirigido a la reina momentos antes. Tendría unos veinticinco años, pero la expresión de su rostro distaba mucho de la de un principiante. A Yami le pareció mucho más imponente de cerca de lo que había imaginado desde la muralla. Sus fuertes brazos y su cuerpo musculoso indicaban una preparación física notable. Tenía los ojos verde intenso, con una gran profundidad y un brillo inteligente y astuto. Su rostro varonil y descuidado tenía unos rasgos muy bien definidos que, pese a sus imperfecciones, la desaliñada barba de varios días y la coleta mal recogida que dejaba escapar mechones de pelo oscuro, le conferían un singular y rústico atractivo. Sin embargo, a la joven reina no le gustó la mirada impertinente con que el recién llegado la obsequiaba, y lo observó recelosa recordando las advertencias de Owen.

          Los soldados del castillo los rodearon sin tardanza y los mantuvieron a raya con las espadas, mientras ellos se contenían sin dar muestras de hostilidad, aunque atentos a los movimientos de quienes los acorralaban. Dékar reconoció en la niña a la feroz bestia a la que habían hecho frente momentos antes, y se aproximó sin hacer movimientos bruscos para no alarmarla. Ambos se miraron. Él hizo un breve gesto de asentimiento sin demasiadas ganas ni corrección, a modo de saludo, y el ministro, que hasta el momento se había desentendido de todo, sabiéndose ya vencedor, se indignó ante la prepotencia del guerrero.

          —¿No te arrodillas, perro insolente? —increpó, sin poder contenerse—. ¿Es así cómo piensas rendir pleitesía a nuestra reina?

          —¿Pleitesía? —respondió el mercenario, jocoso—. No, desde luego, si es de vos de quien parte esa idea. Extraña fidelidad le guardáis a esta recién llegada, ministro —dijo sin comedimientos—. Según tengo entendido, vuestro antiguo rey murió por su mano. Disculpad que me ría, pero más que la lealtad, yo diría que os mueve el puro interés.

Kálmir enrojeció de rabia, y se disponía a responder al insolente cuando Yami se le adelantó:

          —Basta. Es a mí a quien debes dirigirte. Di, ¿como te llamas?

          —Dékar, mi señora.

          —¿Y piensas seguir en pie? —preguntó desafiante.

          Él le devolvió la mirada directamente. La entereza y la fría expresión que la pequeña le mostró lo sorprendieron tanto que llegó a intimidarse. Al cabo de un momento, no se lo pensó más y clavó la rodilla en el suelo, con la cabeza respetuosamente inclinada. Al verlo, el resto de su tropa lo imitó con cierta reticencia. Dékar aprovechó ese momento en que creía que podían haber bajado la guardia para mirar con disimulo a su alrededor, intentando hacer recuento de los pocos hombres que guardaban el castillo. Pero Yami, que no le había quitado ojo de encima, descubrió hábilmente cómo el mercenario seguía a sus soldados con la mirada y se percató de la treta. En un par de movimientos que nadie habría esperado, la niña tomó con ambas manos la espada de uno de los guardias que tenía detrás y la colocó en la garganta del recién llegado con la torpeza de quien nunca había empuñado un arma, pero con osada determinación.

          —Antes de que puedas dar la orden te habré cortado el cuello —le amenazó.

          El guerrero, que permanecía calmado, se percató del temblor de las manos de la niña, a causa del peso de la espada bastarda, y le dedicó una sonrisa desdeñosa.

          —En tal caso —señaló—, todos mis hombres se alzarán contra vos. Y aunque vencierais y nos matarais a todos, mucha de esta pobre gente morirá sin que pudierais evitarlo.

          —Ninguno de ellos me importa.

          —Entonces, ¿a qué estáis esperando? —la instó Dékar, y se pegó más aún al cortante filo de la espada. Un reguero de sangre le corrió por el cuello—. ¡Matadme, vamos! —dijo sin borrar la expresión desafiante de su rostro—. ¡Acabad conmigo ahora que podéis!

          Yami despegó ligeramente el arma, apabullada por la inesperada reacción del prisionero, y dudó un instante.

          —Sin ejército sucumbiréis más tarde o más temprano —expuso el cautivo—. Vuestra precaria situación puede ser muy provechosa para los reinos vecinos, y tened por seguro que la nueva realidad de Astra no quedará en secreto mucho tiempo. Pronto se sabrá de la existencia de una reina nueva e inexperta. La batalla de hoy habrá sido un juego en comparación con lo que será vuestra vida a partir de ahora. Pereceréis sin remedio, por muy poderosa que seáis.

          Yami lo escuchó y sopesó sus palabras con perplejidad.

          —Pero esto no tiene por qué acabar en tragedia —añadió el mercenario—. Aún puede haber esperanza para vos si dejáis que nos unamos a vuestra guardia. Tal vez así tengáis una posibilidad de seguir adelante con vuestro accidentado reinado.

          Ella continuó reflexionando, pero Kálmir, exasperado ante la descabellada propuesta, no dudó en hacerse notar de nuevo con intención de poner al matón en su lugar. Mientras tanto, Owen atendía a la conversación, meditando para sí.

          —¿Qué pretendéis, escoria? —se entrometió el ministro—. ¿Creéis acaso que accederemos a que un puñado de salvajes dirijan nuestro ejército? Nadie en el mundo os dejaría a cargo de semejante responsabilidad.

          —Cuidado, ministro —lo previno Dékar—. No acostumbro permitir que petimetres como vos me ofendan más de dos veces en un solo día. Os podría resultar peligroso.

          —¿Realmente os creéis en posición de amenazarme? —se mofó Kálmir—. Ni siquiera estáis armado.

          —Os sorprendería la rapidez con que se puede partir un cuello —le advirtió Dékar sonriente, obsequiándolo con una mirada ansiosa.

          El ministro palideció y, acobardado, retrocedió hasta ponerse lejos de su alcance.

          —¿Y bien? —continuó el mercenario, dirigiéndose a la niña—. ¿Qué me decís? ¿Os interesa mi oferta?

          Yami se aproximó hasta él sosteniendo la espada de la misma manera inexperta y, tras volvérsela a poner contra el cuello, inquirió:

          —¿Me guardaréis lealtad y acataréis mis ordenes sin oposición alguna?

          —Os serviremos, majestad —afirmó él—. Siempre y cuando respetéis nuestras vidas y paguéis nuestra soldada, os seguiremos al mismísimo infierno si hace falta. Tenéis mi palabra.

          —¿Y cómo sé que la cumplirás?

          —Reconozco que no soy un santo ni un dechado de virtudes, pero puedo juraros por mi vida que, si algo me queda, es honor. Podéis estar segura de que mi compromiso será inquebrantable. Siempre, claro está, que aceptéis mis servicios...

          —No toleraré una traición por tu parte, ni por la de tus hombres —aseguró—. Si creo... Si imagino siquiera que tramas algo, no tendré piedad con vosotros.

          —No me cabe la menor duda —asintió Dékar—. Entonces, ¿aceptáis mi ofrecimiento?

Yami se volvió hacia Kálmir y, para su sorpresa, le ordenó que llevaran comida y bebida para todos.

          —Comerán en el patio —aclaró.

          —Pero, mi señora... —tartamudeó el ministro—. ¿Acaso vais a aceptar la propuesta de este sucio embustero y encima agasajarlo? No podéis...

          —No puedo..., ¿qué?

          Kálmir tragó saliva y apretó los labios, sin atreverse a replicar.

          —Bien..., majestad. Como ordenéis… —aceptó, impotente.

          Dékar se levantó entonces airoso, dedicó a Kálmir una sonrisa descarada y se acercó hacia sus hombres con intención de celebrar que habían salvado el pellejo.

          —Tú no —le señaló Yami—. Pasarás la noche donde pueda estar segura de que no intentas nada. Lleváoslo —ordenó a sus soldados.

          El mercenario, sorprendido por el brusco cambio de actitud, se giró molesto y le lanzó una rabiosa mirada de desaprobación, mientras un par de guardias lo asían por debajo de los brazos.

          —¿A qué tanta rudeza, majestad? No hace falta que me lleven por la fuerza. Sé andar sin ayuda de nadie, gracias —expuso, y se zafó con soltura.

          Sus hombres se sobresaltaron al ver que lo prendían y empezaron a demostrar su disgusto peligrosamente. Dékar hizo un gesto con la cabeza a su lugarteniente, que calmó a sus compañeros y los instó a guardar la compostura.

          —Sea como queréis —aceptó Dékar, ofendido—. Pero tened presente que la desconfianza que me mostráis no me lleva sino a dudar de vuestra palabra. —Se volvió hacia los guardias que poco antes lo tenían prendido—. Vamos, caballeros. Mostradme esos magníficos aposentos que me aguardan. —Rio con desprecio.

          Los soldados, más precavidos, se colocaron a sus lados para llevarlo a los calabozos. Yami los siguió con la mirada hasta perderlos de vista.

 

*          *          *

          El patio de armas, convertido en comedor improvisado, era un hervidero. Hicieron falta más de diez mesas para albergar a los comensales, varios toneles de vino para llenar las copas y una ingente cantidad de viandas para satisfacer los hambrientos estómagos de los guerreros, que parecían no haber probado bocado en varios meses. El efecto del alcohol ya empezaba a notarse, y más de uno que poco antes luchaba por sobrevivir al terrible cataclismo canturreaba alguna cancioncilla picaresca. Sus rostros arrebolados denotaban su embriaguez; chocaban ruidosamente las jarras y devoraban como lobos el contenido de los platos.

          Un buen tiempo después, ya de noche cerrada, el cansancio cayó más pesadamente sobre la agotada pequeña, que esperaba estoicamente a que los mercenarios mordieran el anzuelo.

          —Queríais emborracharlos, ¿verdad? —preguntó Owen, sentado a su lado. Ella asintió extenuada—. Bueno, al menos podréis despreocuparos esta noche. Pero debéis descansar; estáis pálida.

          Yami cavilaba inquieta. No estaba muy segura de qué debía hacer, y sentía una profunda intranquilidad por el prisionero que aguardaba en las mazmorras. Tampoco quería marcharse a dormir dejando las cosas como estaban, pese a que el sopor la invadía a causa del tremendo esfuerzo que había realizado.

          —Y ahora, ¿qué? —preguntó Owen. Bostezó y se frotó un ojo con el dorso de la mano—. ¿Os iréis a dormir, o esperaréis?

          —Aún no. Aguardaré un poco más.

          El muchacho, absolutamente rendido por el sueño, bostezó una vez más y se encogió de hombros.

          A diferencia de los agasajados, los soldados del castillo no se habían podido permitir una buena cena, ya que tenían que montar guardia, y su seriedad contrastaba con los groseros modales de los nuevos reclutas.

          —Parecía sabroso ese rancho que os han servido, ¿no? —se mofó uno de los mercenarios mientras masticaba una jugosa pierna de cordero recién asada que aún chorreaba salsa—. ¿No queréis acompañarnos? —Ofreció a un soldado una jarra de cerveza rebosante—. Ah, no, se me olvidaba que estáis de servicio… —Rio malicioso.

          Remató sus palabras con una sonora carcajada; la impotencia y la rabia hacían presa de los soldados. Pese a ello se abstuvieron de responder y permanecieron en sus puestos, soportando las burlas de aquellos a los que vigilaban, mientras las horas pasaban y estos iban cayendo en un pesado sueño de embriaguez.

          Yami estaba a punto de desfallecer, y antes de dar lugar a debilitarse más aún decidió que ya era hora de retirarse. Owen se había despedido hacía ya rato para irse a la cama, y ella se daba cuenta que debía imitarlo. Ya iba a dejar atrás el patio de armas cuando un comentario captó su atención.

          —Qué maravilla, Biderio —decía un mercenario a su camarada—. Jamás en mi vida había probado bocados mejores que los de esta noche. Ya era hora de comer como está mandado. El capitán se tirará de los pelos cuando le contemos que nos hemos atiborrado en su honor, ¿no crees?

          —No seas así —lo reprendió el otro—. No me gustaría estar en su pellejo. Además, a él tampoco le habría venido mal comer caliente por una vez. Ya hacía casi dos semanas que no tragábamos más que las cuatro porquerías que encontrábamos por el campo. Si aceptamos la descabellada misión de tomar este maldito castillo fue más por llenar el estómago que por conveniencia.

          —Bueno, pero no hemos acabado mal después de todo —afirmó el primero.

          —Puede ser. Mas estamos a expensas de los deseos de una mocosa. A saber qué será de nosotros mañana.

Yami reflexionó sobre estas palabras contemplando al mercenario, que con cara de satisfacción dejaba chorrear la grasa por su barbilla. De pronto se sintió culpable. No era que le importara demasiado el hombre que ocupaba los calabozos, pero veía injusto tratarlo de diferente modo. Aun así, debía evitar que interpretaran su generosidad como un signo de debilidad, o estaría perdida.

          Sin decir nada, se alejó del bullicioso patio en dirección a las cocinas sin que nadie se percatara. Los criados estaban demasiado atareados terminando de recoger los restos del festín, y no le resultó difícil hacerse con un plato de cordero y una buena guarnición que encontró en la mesa. Después cogió una jarra de vino y se dirigió a las mazmorras.

          Le resultó extremadamente difícil llevar ambas cosas a la vez, ya que sus pequeñas manos apenas lograban sostener el rebosante plato. El vino se le derramó un par de veces, y salpicó el suelo y su vestido, pero siguió caminando hasta las escaleras que conducían a las celdas.

          Bajó con cuidado, sin prisa. La poca luz de las antorchas no la ayudaba demasiado, y de vez en cuando entornaba los ojos antes de dar el siguiente paso. El aire era sofocante pese al frío, debido a la humedad. Sintió un inesperado vahído que la obligó a apoyarse en la pared hasta recuperar el aliento. Estaba mareada. En la lucha había consumido la mayor parte de sus fuerzas, y el tiempo que se había forzado a permanecer despierta la había agotado por completo. Aun así, prosiguió su fatigoso descenso para terminar cuanto antes. Cruzó la puerta que halló tras los últimos escalones y fue a parar a una estancia mal iluminada en la que se apreciaba una oscura silueta al fondo.

          —Majestad, ¿qué hacéis aquí a estas horas? —preguntó un grueso carcelero, intrigado por su repentina presencia—. Vos no tenéis por qué rebajaros a esto.

          —Abre la celda —exigió sin miramientos—. Voy a entrar.

          —Pero, mi señora, no puedo dejaros entrar en las celdas así cómo así. Es peligroso, y las reglas dicen que...

          —Ábrela de una vez —zanjó enojada.

          El hombre, sabedor de lo ocurrido aquella tarde, sacó un manojo de llaves que tenía colgadas del cinturón para abrir la puerta.

          —Sal —le ordenó la niña—. Déjanos a solas.

          El centinela asintió sin poner impedimentos y abandonó la habitación, mientras el mercenario, apoyado contra la pared con una pierna flexionada y la otra extendida, se apoyó desvergonzadamente con las manos en la nuca. Desde luego, no daba la impresión de estar demasiado afectado por la reclusión.

          —Vaya, vaya —dijo en tono sarcástico cuando se abrió la puerta—. Pero si es su mismísima majestad en persona. Cuánto honor… Y decidme, ¿a qué debo vuestra visita?

          Yami se acercó y, sin mediar palabra, depositó la bandeja frente al preso.

          —Interesante táctica la vuestra —continuó él—. Emborrachar a mis hombres para aseguraros que no podrán dar dos pasos sin tambalearse ha sido una argucia más que inteligente. Y no os preguntéis cómo me he enterado; vuestro locuaz carcelero ya se ha ocupado de hacérmelo saber del modo más rastrero posible. Parece que no sois tan tonta, y que sabéis maquinar pese a vuestro aspecto inocente. Lo tendré en cuenta a partir de ahora. Pero... decidme, ¿era necesaria tanta rudeza por vuestra parte? —Alzó los dos brazos engrilletados.

          —Sí —respondió escueta.

          Dékar se puso serio y cambió de tono.

          —¿Vais a decirme de una vez a qué demonios habéis venido? —preguntó irritado.

          —No me hables así —Le clavó una mirada que podría considerarse cualquier cosa menos cordial—. He pensado que tendrías hambre. Nada más.

          Dékar, sin dar crédito, no pudo contener una carcajada.

          —¿Me decís, mi señora —preguntó burlón—, que tengo el privilegio de que os hayáis tomado la molestia de venir en persona a traerme la cena? Desde luego, no me esperaba esto de alguien que hace poco destrozaba sin miramientos a todo un ejército. Sin duda, he de reconocer que estoy asombrado. ¿Cuánto somnífero o veneno habéis añadido, majestad?

          Yami, harta de tanto sarcasmo, se volvió sin mirarlo y repuso:

          —No he hecho nada de eso, pero si no me crees y no lo quieres, no te lo comas. A mí me da igual. —Empezó a caminar hacia la escalera que conducía a la salida.

          —Esperad —la detuvo Dékar—. Perdonad mi falta de delicadeza. Os lo agradezco. —Para demostrarlo, cogió la pierna de cordero y se la llevó a la boca con premura.

          La niña no dijo nada más. Se acercó a la puerta e hizo un gesto afirmativo antes de llamar al carcelero para que cerrara de nuevo la celda. Dékar la observó mientras devoraba la comida, meditando sobre aquel inesperado decaimiento que manifestaba. La muchacha no tenía buen aspecto, y en sus manos percibió un ligero espasmo que ya había notado antes. Cuando subía el primer escalón dio un inoportuno traspié que la hizo caer de rodillas. Se incorporó rápidamente, maldiciéndose por su torpeza, y se perdió de vista escaleras arriba.

Aquella extraña cría que poco antes los había sometido sin dificultad se mostraba ahora frágil y débil, una chiquilla indefensa, muy alejada de la invulnerabilidad que antes había mostrado. Y Dékar no podía dejar de preguntarse cómo era realmente.

 

 

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